domingo, 17 de abril de 2016

Cuento "La carnada" de Oscar Edur Barakaldo

 Oscar Edur Barakaldo es un escritor argentino de origen vasco. Aficionado al folclore y la antropología dedicó gran parte de su vida al estudio de los mitos rurales y urbanos de Sudamérica. Actualmente reside en la localidad bonaerense de General Rodriguez. Entres sus relatos se destacan los de ciencia ficción y terror.  En su relato "La carnada" nos convence de que no todos los atajos son buenos. Evitar algunos puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte. 


Podés leer y descargar el cuento "La carnada" también desde el siguiente enlace: https://drive.google.com/file/d/0B68bhg9qd0HpNFlpbzZOcTNkTm8/view?usp=sharing

–Negro, me parece que nos mandamos una cagada al desviarnos por esta ruta.
–¿Qué cagada, Flaco? Acá no tenemos ni un solo peaje. Nos ahorramos un montón de guita –el negro manejaba con los ojos pegados en la reducida esfera de tenue luminosidad que el Volkswagen dibujaba sobre el asfalto. El flaco iba aferrado en el asiento del acompañante. Hacia largos kilómetros que había retirado el brazo derecho de la ventanilla para aferrarse al asiento.
–Pero no se ve una mierda, negro. Ni siquiera sabemos dónde viene una curva –el flaco miró de reojo el velocímetro del Volkswagen, la aguja marcaba 120km / h.
–Tengo que regular las luces eso es todo –aclaró el negro tratando de llevar calma a la situación.
–Che ¿a nadie le llama la atención que desde que agarramos este camino no nos cruzamos con un solo auto? Hace media hora que no vemos a nadie. Cincuenta kilómetros sin cruzar un auto, un pueblo, un puesto, nada. ¿No es raro eso? –preguntó Lucas desde el asiento trasero.
–No pasa nada. Son las dos de la mañana, es jueves ¿quién querés que ande por acá? –dijo el negro–. Además esta no es una ruta comercial, sino deberíamos haber pasado algún camión –agregó.
–Yo creo que este camino no lleva a ningún lado –replicó Lucas.
–¿Cómo no va a llevar a ningún lado? ¿Adónde viste un camino que no lleva a ningún lado?
–Mi viejo una vez agarró uno en Santa Fe –intervino el flaco– se lo veía en muy buen estado. Nos mandamos y a los quince minutos aparecimos transitando por el pasto. Mi viejo pensó que se había salido en una curva, pero no. El camino se esfumó, así, de la nada. Era un viejo camino que nunca llegaron a terminar.
–¿Nadie vio en el cruce el cartel que decía “Laguna Güemes”? –Lucas y el flaco se miraron. Al parecer no lo habían visto.
–Igual esta ruta no la conoce nadie, negro. Está la 41, la 6, la 200, pero esta no existe –opinó el flaco.
–¿Cómo no va a existir? ¿Por dónde vamos nosotros? –el negro río–, no hablen boludeces, che.
–¿Y eso? –preguntó Lucas.
–Un banco de niebla –dijo el negro mientras bajaba la velocidad y se agazapaba contra el volante para ver mejor– debe haber un río por acá o alguna laguna. –La cerrada oscuridad de la noche fue invadida por fantasmagóricos velos de una blancura impenetrable.
–¡Cuidado!
–“PUMM!!!” –El Volkswagen brincó sobre el asfalto como si se hubiese topado con una loma de burro. El negro perdió el control del vehículo que  se atravesó en la ruta y derrapó sobre la banquina.
–¿Qué fue eso? –preguntó angustiado Lucas.
–Atropellamos algo –dijo el flaco.
–¿Que atropellamos? –se angustió aún más Lucas. Su mente especulaba con el desenlace de una tragedia, pero ¿Qué iba a estar haciendo una persona en medio de la nada?
–No sé, creo que había algo tirado en la ruta, un tronco me parece – contestó el flaco.
–No sé que fue, pero hicimos mierda el tren delantero –se quejó el negro. El flaco se bajó del auto y regresó por la ruta a ver con que se toparon.
–¡Vengan, che! –llamó el flaco, parado a unos treinta metros del auto. Algo se encontraba bloqueando la ruta. Parecía un poste que atravesaba el asfalto. Pero acá no había postes, no había electricidad, no había teléfonos, aquí no había nada. Se acercaron hasta donde estaba Lucas y avanzaron los tres lentamente. Cuando estuvieron en frente de aquella cosa se dieron cuenta de que se trataba de un animal.
–Es una víbora –dijo el negro– no se acerquen –agregó.
–¿Una víbora? ¿Qué decís? –Preguntó Lucas con descreimiento– acá no hay víboras de este tamaño. En ningún lugar del país hay tan grandes.
–En Chaco sí. Mi abuela es de Chaco y me contó sobre las víboras que hay en el monte chaqueño –dijo el flaco.
–Sí, son más grandes que las culebras, pero no pasa de ser un poco más grande. Esto es un monstruo, parece la de la película “Anaconda”.
–Si –dijo el negro embelesado mientras se agachaba sobre el animal– parece una boa ¿o se dice Pitón?
–Es lo mismo, creo –dijo el flaco.
–Acá no hay ni boas ni pitones –intervino Lucas mientras lo miraba al flaco buscando su complicidad, pero el flaco no aceptó el convite.
–Es una boa –sentenció el flaco. El embelesamiento del negro aumentó como dos luces que amentaban su voltaje en el brillo de sus ojos.
–Esto debe valer cualquier guita –dijo el negro.
–No vale nada si está muerto –refutó Lucas.
–Es lo mismo, hay tipos que los embalsaman. A esos tipos les puede interesar ¿no dijiste vos que no existen en todo el país? Entonces el precio sube –el negro se puso de pie y pateó al animal, pero este permaneció inmutable.
–¡Tené cuidado! –gritó el Lucas temeroso –. En la tele vi un documental donde había un tipo que tenía uno de estos de mascotas. Un día se le enrolló en el cuello y se lo comió.
–Acá termina –dijo el flaco mientras caminaba hacia una de las banquinas– acá esta la cola.
–¿Cómo sabés que es la cola? – preguntó Lucas.
–Porque no tiene cabeza, boludo.
–Lucas, fijate del otro lado. Fijate hasta donde llega, así sabemos cuánto mide –ordenó el negro.
–Esto no es normal, loco. A mí no me gusta nada esto. Acá no hay nadie que pueda tener mascotas y en Argentina estos bichos no existen. Yo me vuelvo al auto, loco.  
–Vos sos un cagón, Lucas –contestó el negro– ¿no ves que lo matamos? –el negro caminó hasta la otra banquina y siguió el cuerpo que se perdía en los pastizales. Caminó unos veinte pasos y el cuerpo continuaba– ¡flaco! ¡Vení a ver esto! – mientras el flaco avanzaba trotando sus ojos se agrandaban, inmensos, desencajados. El cuerpo del animal se extendía entre los matorrales hasta perderse en las aguas de una laguna.
–¿Cuánto mide esto, che? –preguntó el flaco.
–No sé, treinta metros o más. Tenemos que sacarlo de la laguna para saber. Llamalo a Lucas. –El flaco apareció en la ruta rápidamente.
–¡Lucas hay una laguna! ¡Vení un toque! –Lucas estaba fumando, nervioso, pero se sentía a resguardo en el asiento trasero del Volkswagen. Lo miró por la ventanilla, pero no salió del auto.
No supo si permaneció sentado en el auto cinco, diez o quince minutos; o si fue media hora el tiempo transcurrido hasta que su mirada se posó en el espejo retrovisor de la puerta del acompañante. En la posición en que había quedado el auto, Lucas podía ver la ruta desierta en el espejo del acompañante. Pero no fue la ruta ni la lúgubre soledad que lo envolvía lo que lo aterró. La ruta estaba literalmente desierta. La niebla se había disipado y la luz de la luna se derramaba sobre la capa de asfalto resaltado la soledad de la misma. El extraño animal ya no estaba sobre el asfalto. La ausencia del animal le imprimía un terror impronunciable. Pero había un detalle que lo aterraba aun más. Ni el negro, ni el flaco, ni siquiera los dos juntos podían haber retirado aquella monstruosidad de la ruta.
Lucas bajó lentamente del vehículo, dejó la puerta abierta para que el ruido al trabarse no profanase el silencio sepulcral que envolvía aquella extraña región. Mientras atravesaba la ruta un sudor frío comenzó a correrle por la espalda. Cualquier zona del pastizal acariciada por la mano del viento absorbía toda su atención. Caminó por la banquina hasta siete u ocho metros del asfalto, justo en donde la tierra y el pedregullo se vencían ante los pastizales que se erigían imponentes. –¡Negro! ¡Flaco! –los gritos de Lucas fueron rápidamente fagocitados por el silencio que lo envolvía todo. –¡Negro! ¡Flaco! ¡Vuelvan! –Lucas sentía espetar las palabras pero no lograba oír nada en medio de aquel silencio cósmico. Alguna vez había leído que así sucede en el espacio. De repente notó los destellos de luz en la laguna. Pensó que el flaco y el negro estaban nadando perturbando la quietud de las aguas– Negro, Flaco ¿Son ustedes? –los destellos comenzaron a multiplicarse por doquier tapizando la superficie del agua con un manto de lucecitas blancas intermitentes. Sin duda la película de la superficie lacustre estaba siendo perturbada por algo o por alguien. Pensó en el Negro y el Flaco tirando piedras en el agua para jugarle una broma. O al menos su alma requería desenfrenadamente que fuese así. Los pastizales comenzaron a sacudirse a pocos metros de él. El temor comenzó a apoderarse de los reflejos de Lucas. Su piel comenzó a erizarse lentamente– Negro, Falco ¿Son ustedes? –la falta de respuestas bastó para activar el reflejo de huida. Lucas corrió velozmente hasta al automóvil y tras abordarlo cerró las ventanillas delanteras. En ese momento tuvo un recuerdo siniestro. Volteó, extendió su mano y cerró la puerta trasera tirando de la manija del levantavidrios.
Los pastizales volvieron a agitarse muy cerca de la banquina. Lucas encendió el Volkswagen y avanzó por la ruta mientras la trompa del auto oscilaba de un lado a otro. Evidentemente el daño provocado por el impacto había sido grave. Repentinamente un cuerpo negro, similar al que habían atropellado, cayó sobre la ruta a unos veinte metros delante del vehículo. La poca velocidad y los reflejos de Lucas lograron que el auto frenase sin impactarlo. Lucas permaneció dentro del auto observando, temerosamente, aquel extraño cuerpo inmóvil sobre la ruta. “¿Qué es eso?”. Le pareció divisar pequeños cambios en la superficie oscura de aquella cosa. En ese instante se dio cuenta que, montado en la urgencia de la huida, no había prendido las luces del automóvil. Accionó la palanca de las luces bajas y lo que vio petrificó sus sentidos. Una decena de pequeño ojos parpadearon en el momento en que las luces se encendieron. “No es una víbora”. Dos o tres de los ojos parpadearon nuevamente y luego se cerraron. Notó que los pastizales comenzaron a sacudirse en medio de la quietud imperante. Uno de los ojos, más grande que el resto, se abrió y lo observó fijamente– no sos una víbora. Sos la carnada –Lucas puso reversa y aceleró a fondo. Dos cuerpos oscuros, similares al que yacía sobre la ruta, se envolvieron rápidamente alrededor del auto. Los brazos constrictores abrazaron al Volkswagen con una fuerza sobrenatural.  Los vidrios de las ventanillas laterales estallaron. Luego estallo la luneta. El vehículo comenzaba a compactarse desde la cola. Lucas escuchó el chillido de la chapa retorciéndose mientras observaba el techo y los parantes hundiéndose sobre él.  Tocó la bocina repetidamente con la falsa esperanza de ahuyentar a aquel animal. Rápidamente aquella cosa comenzó a arrastrar el auto hacia los pastizales. Lucas sintió venírsele el auto encima. Sintió el volante incrustándose debajo de las costillas. Sintió el asiento comprimiéndolo hacia adelante. Sintió el vidrio del parabrisas aplastándole la nariz antes de que estallen en pedazos el vidrio y su propia nariz triturada. En cierto momento sintió la base del volante incrustándose en el asiento a través de su cuerpo. Lo último que sintió fue el ambiente sordo y burbujeante del agua turbia de la laguna envolviéndolo todo.
Una masa compacta de un puré de carne sanguinolento envuelto en fluidos corporales y chapas retorcidas es arrastrada hacía el fondo de la laguna.

**************

La laguna permaneció durante todo el día en calma. Solo un par de teros pasajeros se animaron a interrumpir su paz gritando en una de las orillas. Pero pronto se percataron de la estupidez que acababan de cometer y emprendieron rápidamente el vuelo. El viento se rindió al imperio de la laguna y sopló obligando a los indómitos pastizales a inclinarse para reverenciar a la criatura que duerme en las aguas. El horizonte hambriento devoró rápidamente al sol devolviendo la laguna al imperio de las tinieblas.

**************
           
Un grillo canta tímidamente a orillas de la ruta. Un zumbido in crescendo se aproxima a lo lejos. El pequeño insecto bate sus alas, quizás al sentirlas impregnadas por la humedad de la niebla que se apresura a cubrir la ruta. El zumbido se acrecienta, sonoro, uniforme. De repente, el chillido del caucho sobre el asfalto ahuyenta al insecto que vuela a buscar refugio entre los pastizales. Un estruendo arroja de lado a un vehículo que se arrastra por la banquina hasta perderse entre los pastizales. Al rato asoma una chica mareada con sangre en el rostro. Después irrumpe otra mujer llorando, presa de los nervios. La primera se acerca a la ruta.

–¡Vengan! ¡Atropellamos algo!

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4 comentarios:

  1. Muy bueno! Las descripciones son muy atrapantes, supiste poner la cuota de suspenso justa para que se te ponga la piel de gallina.

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  2. Gustó, muy bueno. Suspenso durante toda la narrativa y muy bien hambientada. Además... por las dudas, desestimula el hacer ruta por la noche!

    El Volkswagen se vé que estaba en muy buenas condiciones: 120 Km/h!

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