martes, 31 de mayo de 2016

"Brackets" Por Martín Pablo Zeleznik

Martín Pablo Železnik nació en la Ciudad de Buenos Aires, República Argentina, en Abril de 1980. Estudió periodismo en la Universidad Católica Argentina y trabajó como redactor, cronista, guionista, y corrector de textos para diferentes medios y empresas. De profusa imaginación, solía escribir relatos breves y de escasa coherencia desde la más temprana edad. El conocimiento de maestros del género macabro como H. P. Lovecraft, Algernon Blackwood, Guy de Maupassant, y Stephen King dieron forma a su prosa actual. En el año 2013 el autor publicó a través de Amazon su ópera prima “Hay que matar a Bárbara y otros cuentos”, disponible en papel y formato digital.

También podés leerlo y bajarlo en formato PDF desde:
 https://drive.google.com/file/d/0B68bhg9qd0HpWlUtUHdkeVdobkE/view?usp=sharing

Era pura vanidad. Podía pasarse horas frente al espejo, observando cada detalle de su cuerpo divinamente agraciado. Sus piernas, largas y sensuales, habían adquirido una firmeza particular gracias a los años de práctica de hockey sobre césped, y eran codiciadas por hombres y envidiadas por mujeres. Su cintura de avispa, su panza chata, adornada con un insinuante piercing en el ombligo, formaban los cimientos para un busto naturalmente generoso, inquieto, libertino, y sobre todo deseable. Los ojos azules y esa nariz ligeramente respingada estaban enmarcados en una larga cabellera lacia de color trigo. ¡Qué delicia! Pero lo que más me gustaba de ella era su piel de porcelana, blanca, delicada, decorada con sensuales lunares de chocolate aquí y allá. Los recuerdo todos; su sabor, su ubicación exacta, hasta los que estaban más escondidos. Ella se observaba orgullosa, pero no reía.
Su personalidad: puro desenfado. Era uno de esos seres luminosos, naturalmente carismáticos, que por más que lo intenten no pueden pasar desapercibidos. Su forma de moverse, su manera de mirar, su sensual ingenuidad. Qué excitantes me resultaban sus comentarios intrépidos, tan arriesgados como ingenuos; crudos. Ella no era de las que andan pensando antes de hablar. No había en ella barreras mentales que pusieran freno a su lengua temeraria, capaz de pronunciar las palabras más crueles y los comentarios más chistosos. Una vez estuve riéndome una hora seguida de una de sus salidas espontáneas y ella no comprendía cómo podían causarme tanta gracia aquellos arrebatos de verborrea. Puedo decirlo con orgullo: ella era mi novia.
¡Cómo le gustaba ir de compras! Sus ojos chisporroteaban cuando pasaba por delante de cualquier tienda, sobre todo de las de ropa. Solía morderse el labio inferior cuando estaba ante una prenda deslumbrante. Entrar a un shopping le producía un éxtasis incomparable. Todas las marcas juntas, a su alcance, en la más maravillosa de las orgías consumistas, y ella se entregaba lujuriosa al festín de las compras, seducida por el hechizo de las últimas tendencias. No se reprimía; daba rienda suelta a todo su narcisismo. Y todo le quedaba bien. Yo sé que no era mérito de la ropa sino de ella, que se hubiese visto espléndida incluso en un vestido de harapos. Podíamos estar horas y horas entrando y saliendo de las tiendas, dudando, eligiendo, y volviendo a dudar. Ella desfilaba ante mis ojos. Abría la cortina del probador y giraba para mí. Lo hubiese hecho delante de todos, porque ella se sabía hermosa, se sabía deseada, y disfrutaba al máximo del poder que sólo un determinado tipo de belleza combinado en proporciones exactas con el tipo adecuado de personalidad puede dar.
Y, sin embargo, su dicha no era completa. Su felicidad se extinguía ante cualquier espejo cruel que decidiera mostrarle su diente torcido. Uno de los incisivos, ligeramente superpuesto sobre el otro, daba por tierra con toda posibilidad de simetría en aquella boca. ¡Qué tristeza le producía su único defecto visible! Todos los días de su vida maldecía a sus padres por no haberse ocupado de su diente durante la infancia, cuando no le hubiera importado llevar diez kilos de metal en la boca. ¿Y ahora? La idea de ponerse los brackets a los 24 años la horrorizaba. El remedio era peor que la enfermedad. Todo su encanto se perdería con esa maldita ortodoncia —como ella solía decir—. Sentíase en una encrucijada que le torturaba a diario, y fui yo quien la ayudó a tomar la decisión: le dije que el mal menor eran los brackets, que en poco tiempo su dentadura sería la más hermosa. Yo estaba dispuesto a acompañarla, a consolarla, a ceder a todos los caprichos que inevitablemente vendrían.
Fueron varias sesiones en lo del dentista. Finalmente, se le pusieron unos brackets de un color claro que no resaltaban tanto en sus dientes. Para mi sorpresa, ella estaba contenta de haber dado el paso. Pero la primera noche casi no pudo dormir. No sólo sentía una extraña presión sobre sus dientes, sino que todo su rostro parecía estar padeciendo las inclemencias de ese aparato opresor. Los analgésicos no le ayudaron mucho. Fui a verla al día siguiente, y la noté muy desmejorada. Seguramente había pasado una noche atroz. Lo que me llamó la atención, cosa que hasta ese entonces nunca había notado, fue la sensación de que su ojo izquierdo estaba ligeramente más alto que el derecho. Pronto se convirtió en una certeza. Era casi imperceptible, y me causó gracia el hecho de no haberlo notado antes. Obviamente no le dije nada. ¿Qué sentido tendría si ni siquiera sus ojos implacables lo habían distinguido en 24 años?
Al día siguiente, sonó el teléfono por la mañana temprano; se había suicidado. Sólo me dijeron que algo horroroso le había ocurrido y que se había colgado de la luminaria que pendía del techo de su dormitorio. Inmediatamente partí rumbo a su casa, preso de cierto estupor incrédulo que no me permitía razonar ni sentir. Encontré a sus padres desconsolados; ni siquiera fueron capaces de explicarme lo que había sucedido, y un policía me sugirió que pasara a verla antes de que llegaran los peritos. Entonces subí las escaleras que conducían a la habitación del primer piso donde había ocurrido la fatalidad. El sonido hueco que producían mis pasos en la madera y los latidos de mi corazón que comenzaba a desbocarse compusieron en mi cabeza una discordante melodía ecléctica. Había otro policía parado a un lado del dormitorio de mi novia, que me miró de soslayo ni bien irrumpí en su campo visual. Accioné el picaporte y empujé la puerta con muchísimo miedo. Colgaba ofreciéndome su espalda, con su corto camisón de seda blanco, sus sensuales piernas desnudas, y su pelo color trigo un tanto alborotado. La rodeé con cuidado, fijando la vista en la cama deshecha donde tantas veces nos habíamos amado, y esquivando la silla desde la cual se había arrojado hacia el más allá. Finalmente la miré, primero con un ojo, arqueando una ceja y sin poder aún levantar la cabeza. Poco a poco fui cobrando valor. ¡Qué perversa jugarreta le había gastado el destino! ¡Con qué golpe certero la naturaleza había decidido atacarla en la esencia de su ser narciso! Sus ojos azules habían perdido la horizontalidad, ubicándose uno exactamente sobre el otro. Su nariz respingada había rotado como una perilla, y ahora inexplicablemente se atravesaba en forma horizontal en ese rostro inhumano. Y su boca, su perfecta boca... Sus labios permanecían en su posición original, provocadores y entreabiertos, y dejaban ver unos dientes simétricos, brillantes, perfectos, coronados por esos brackets delicados, casi imperceptibles, letales, que en sólo dos días habían dado una lección a ese ser narciso y egoísta que hasta hacía unas horas era mi novia.


lunes, 30 de mayo de 2016

"Clap,clap" por Nana Brizuela

Escritora argentina. Nació en 1990 en la Ciudad de Buenos Aires. Actualmente reside en Glew. Su padre le inculcó el amor por la literatura desde muy corta edad leyéndole relatos de Asimov y George Wells. Publicó su primer relato en un fazine de España a los diecinueve años. “Clap” es el primer relato que publica en Argentina.

También podés leerlo y bajarlo en formato PDF desde:

El despertador sonó, pero él se hallaba lejos como para apagarlo enseguida. Sé sentó sobresaltado y vio la máquina de coser, pues había trabajado toda la noche y al parecer se había dormido con la cabeza apoyada sobre ella. No conocía a alguien más trabajador que él y eso lo estaba dejando sin amigos, pero no importaba, porque le gustaba trabajar. Amaba trabajar. No existía nada más divertido que trabajar y si nadie lo comprendía, poco le interesaba; él seguiría feliz durmiéndose sobre su máquina todos los días de su vida. Estiró los brazos, se tronó los dedos y caminó hacia el radio-reloj. Una vez apagado el aparato se dirigió a la cocina para comerse un pan o algo rápido para poder tener energías para trabajar. Le faltaba poco para terminar un tapado. Comió de forma veloz, hasta él notaba el entusiasmo. Terminó, dio media vuelta y aplaudió.
Clap, clap. Caminó hasta la habitación donde el animal se encontraba dormido. Sí, él era el mejor peletero. Clap, clap. Tomando el escalpelo. Clap, clap. Clavándolo en la piel. Clap, clap. Sangre veloz, roja roja roja, juntándose en la palangana que se hallaba debajo. Clap, clap. Chillidos inentendibles. Clap, clap. Ataque de risa. Clap, clap. Recibiendo una mordida. Clap, clap. Dando un golpe fuerte. Clap, clap. Ataque de ira. Clap, clap. Tironeando con suave agilidad. Clap, clap. Tomando lo necesario con las manos mojadas. Llevarlo y apoyarlo en la mesa. Clap, clap. No le importaba que la piel del animal estuviera fresca, trabajaba así aunque costara el triple coser; si la máquina no podía, él lo realizaba a mano.

Habían pasado ya seis horas, pero al fin cosió el último pedazo y el tapado se hallaba finalizado. Deslizó los brazos en el sanguinolento vestuario y se dirigió al espejo del baño. Tenía que ver esa obra de arte. Le quedaba perfecto. No pudo evitar... Clap clap clap. Lloraba de emoción. Siempre deseó algo así, desde chico, pero tuvo que estudiar bastante para lograrlo. Y hacer amigos. Muchos. Lo malo es que ya casi no tenía, pero valía la pena. De repente... Clap, clap. Alguien llamaba al portón. Clap clap clap clap... Dios que insistente... Guardó su ropa y se vistió con algo normal. Salió presuroso a atender. Era un tipo con dos nenes y una hermosa y suave y débil embarazada. Se les había clavado el auto en el barro, buscaban a alguien que ayudara a empujar y un vaso de agua para la sedosa señorita, si era posible. Los invitó a entrar porque hacía mucho calor y lo mejor sería esperar a que bajara el sol para moverlo. Era hora de hacer amigos. Clap, clap.
SEGUINOS EN FACEBOOK: 

martes, 24 de mayo de 2016

"El traje de los dioses" por Oscar Edur Barakaldo

Oscar Edur Barakaldo es un escritor argentino de origen vasco. Aficionado al folclore y la antropología, dedicó gran parte de su vida al estudio de los mitos rurales y urbanos de Sudamérica. Actualmente reside en la localidad bonaerense de General Rodríguez. Entres sus relatos se destacan los de ciencia ficción y terror. “El traje de los dioses” es el primer relato del autor, con elementos de Ciencia Ficción, que publicamos en “Cruz Diablo”. No obstante lo catalogamos dentro del género de terror.
También podés leerlo y bajarlo en PDF desde:

En un pequeño poblado bajo el domo de Ambaradet, toda la familia se hallaba reunida, un atardecer de la estación en que se dice que el ocaso se vuelve eterno. A diferencia de otras estaciones en Ambaradet, en atardeceres como este, las tinieblas de la noche nunca llegaban. Se hallaban reunidos en casa del propietario de una granja para celebrar el día en que “ellos” se quedaron con nosotros.
El tiempo era todavía templado y tibio; habían encendido las luces del campo, las cortinas se corrieron, dejando ver los grandes invernáculos y los establos de cría de ganado,  a través de las ventanas convexas. En el exterior brillaban las dos lunas: la Astiris Mayor y la Astiris Menor; pero no hablaban de ellas, sino del traje situado a la entrada del adoratorio, y sobre el cual el propietario de la granja había mandado a colocar una representación de la carroza de los dioses en metales bruñidos y en donde los sirvientes colocaban cada mañana la ofrenda de hongo sagrados, los mismos de filamentos fluorescente que crecen en el bosque.
         Lo que se hallaba en el ingreso al adoratorio, era en realidad un antiguo traje de los dioses.
–Sí –decía el propietario–, creo que procede del centro de antigüedades derruido del viejo domo. Los antiguos padres trajeron el ganado y los trajes. Lo hicieron luego de que nuestro clan destruyera su domo al concluir la guerra media.  En las vidas de siete abuelos atrás, el Efir de nuestra familia, que en gloria esté, recibió la custodia de una yunta de ganado y “el traje” de los dioses. El carro de sol ya había sido comprado por los clanes del norte del monte Eikpari. 
–Bien se ve que es vestimenta de los dioses, nunca vi algo semejante –dijo uno de los presentes–. Aún puede distinguirse en él el emblema de los dioses; con sus estelas de fuego y sus estrellas lejanas.
El observador se acercó al traje para inspeccionarlo en detalle.
–Pero la inscripción está casi borrada; sólo quedan las grafías U. S. y F_ RCE y un dibujo detrás; un poco más abajo hay grafías diferentes: 2126. Es cuanto puede distinguirse, y aún todo eso sólo se ve cuando se lo observa de cerca y se presta atención.
–He decidido exhibirlo, en esta fecha tan especial y sagrada, para que todo el que quiera pueda venerarlo –dijo el propietario.
–¡Dios mío, pero si es el traje de los dioses! -exclamó un hombre muy viejo que ingresaba al lugar; por su edad hubiera podido ser el abuelo de todos los reunidos en el lugar, incluso del propietario de la granja, que ya era un hombre entrado en edad–. Sí, los dioses vinieron ataviados con estos trajes en su última incursión a nuestro mundo. Llegaron en tiempos de hambruna y nos trajeron el ganado y la palabra.
–Inclínense ante la pronunciación de “la palabra” –dijo el propietario de la granja. El anciano empezó a recitar la oración de los dioses:
–“La noche está estrellada y tiritan, azules, los astros a lo lejos”
–“el viento de la noche gira en el cielo y canta” –contestaron los niños.
–“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos” –recitaron todos al unísono.
         El grupo se retiraba del adoratorio para dirigirse a la casa del granjero en donde se serviría la cena del día en que “ellos” se quedaron con nosotros.
–Durante generaciones no supimos de “la palabra” –dijo el anciano recién llegado, todavía absorto por haber visto el traje de los dioses –. Cuando el escriba de Ambaradet descifró “la palabra” todo fue distinto. Recién entonces el círculo de la doctrina se cerró. El escriba nos dio “la oración”.
–“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos” –recitó el grupo al unísono.
– Y los dioses, con su poder de viajar por las estrellas en el carro divino del sol, nos dieron la ceremonia –agregó el anciano–.  El escriba del viejo domo inició el trabajo que el gran escriba de Ambaradet concluyó. Fue bajo el viejo domo, antes de la guerra media, cuando se descifró el mandamiento de los dioses: “este es mi cuerpo, coman de él. Esta es mi sangre, beban de ella”. Y hoy lo recordamos en el gran día.
El grupo avanzó atravesando el huerto de hongos que crecían durante la estación en donde el ocaso se vuelve eterno. En los establos, las crías del ganado jugaban y corrían dando brincos y volteretas.  Un ejemplar adulto miró pasar al grupo, erguido sobre sus dos patas. El anciano siguió rememorando los tiempos pasados. Miró a los más pequeños del grupo familiar y se dirigió a ellos, como quien está por impartir una lección importante.
–Los clanes del viejo domo no reconocieron la llegada de los dioses. Hablaron de impostores y hasta de invasores. Nuestros padres no podían tolerar tamaña blasfemia. Para peor, el carro del sol, los trajes de los dioses y el ganado sagrado aún se encontraban en su territorio. A nuestros padres no les quedó otra alternativa que ir a la guerra para recuperar los máximos emblemas de nuestro culto. Con la ayuda de los dioses, ganamos la guerra. Pero el carro de sol ya había sido vendido por los herejes a los clanes de más allá del monte Eikpari. Algún día lo recuperaremos y será ese un día de júbilo.
>>Cuando nuestros padres entraron a la ciudad, el día de la revelación, encontraron exhibidos en un recinto los soportes de la palabra. El escriba del viejo domo había descifrado “el mandamiento” y gracias a ello pudimos descifrar “la oración”.
Todo los presentes inclinaron sus cabezas cuando el anciano mencionó a “la oración”.
El grupo ingresó a la morada del propietario de la granja. En todas las granjas de Ambaradet se repetía la misma ceremonia: familias numerosas reunidas en torno a las mesas de los granjeros para conmemorar el día en que “ellos” se quedaron con nosotros. El más anciano se sentó en la cabecera. El resto de la familia se acomodó en orden de edad. Los hombres a la derecha del anciano y las mujeres a la izquierda. Los sirvientes del granjero irrumpieron con las fuentes humeantes. Las piezas de carne descansaban sobre sus propios jugos calientes.  
– Yo quiero una pata –dijo uno de los más pequeños.
–Yo la lengua –dijo otro.
 –¡Respeto! –exigió una de las mujeres–. Primero los ancianos.
El anciano de la cabecera sonrió.
–La elección no es mala. Las piernas y la lengua son exquisitas –dijo el anciano, mientras empezaba a descarnar con sus gastados dientes la costilla que habían depositado los sirvientes sobre su plato.
–Les decía que en el viejo domo descubrimos el mandamiento. Los herejes no solo sabían sobre el mandamiento, sino que dejaron que los dioses se vayan a las montañas sin haberlos honrado, siquiera.
En los platos se sirvieron suculentos trozos de carne: costillas, patas, lenguas, muslos. Los platos se iban colmando empezando por los más viejos y concluyendo por los más pequeños del grupo. Algunos comían pedazos de carne deshuesada, otros gustaban más de arrancarla con sus dientes del propio hueso.
–¿Quien construyó los domos? –preguntó uno de los pequeños.
–¡Pedí respeto! –se fastidió la misma mujer que lo había hecho la primera vez.
–Déjalos. Tienen que aprender sobre lo que ignoran.
>>Cuando nuestros ancestros bajaron de las montañas y subieron desde los bosques, los domos ya estaban ahí. Nuestro pueblo atribuye su construcción a los mismísimos dioses. Varias veces los dioses de antaño visitaron nuestro mundo para luego marcharse. Pero déjenme contarles sobre la vez que decidieron quedarse con nosotros. Les decía que los herejes dejaron marcharse a los dioses a las montañas sin siquiera honrarlos. Fue entonces cuando nuestros padres subieron a las montañas para honrarlos, como indicaba la profecía. Los encontraron en la cueva a la que la palabra llama “pesebre”. Ahí nuestros padres presenciaron el acontecimiento más grandioso y sagrado de nuestra historia: el nacimiento del último dios.
>>Trajeron a los dioses hasta Ambaradet, en medio de cantos de alabanza y regocijo. Fueron días de júbilo y algarabía. Se notaba la satisfacción en el rostro de los dioses, quienes mostraban sus dientes  y achicaban sus ojos en señal de felicidad. Bebieron el brebaje sagrado de la creación, el que reservamos en los tallos del Agapret desde tiempos inmemoriales esperando el arribo de los dioses. Los dioses bebieron y entraron en trance. Nuestros padres concluyeron que no podía haber mejor momento para honrarlos, mientas sus espíritus volaban ente las estrellas en su carro del sol. Era el momento.
>>Fue cuando los sirvientes condujeron a los dioses, en brazos, hasta el adoratorio. Allí comenzamos a honrarlos por primea vez. Las doncellas prepararon los cuerpos, mientras los ancianos recitaban el mandamiento “este es mi cuerpo, coman de él. Esta es mi sangre, beban de ella”. Los dioses fueron honrados. Solo dejaron sin honrar a la diosa Madre y al nuevo dios. Pero fueron reservados para una honra mucho mayor que cualquiera que se les haya brindado. Fueron conducidos hasta los establos de los dioses para que engendren el ganado sagrado.
>>Cuando el último de los dioses estuvo en condiciones de procrear, se inició el ciclo del ganado sagrado en nuestra tierra. Eso nos diferencia del resto de los clanes de esta tierra.
>>Más allá de Eikpari, blasfeman la memoria de nuestros dioses comiendo carne impúdica. Recuerden siempre esto: los hijos de Ambaradet somos los únicos en esta tierra que honramos a nuestros dioses consumiendo, en su nombre, carne sagrada. ¡Los únicos!
El anciano tomó una mano de la fuente y comenzó a deshuesarle los dedos desgarrando la carne con sus dientes. De vez en cuando escupía alguna uña sobre su plato. Luego tomo un cuenco lleno de sangre y lo levanto, solemne, invitando al brindis a los presentes.
–¡Coman su cuerpo y beban su sangre! Que la paz sea con ustedes.
–¡Y contigo, padre nuestro!

lunes, 23 de mayo de 2016

"Sunny Rose y el vendedor de espejos" por Ariel S. Tenorio

Ariel S. Tenorio es Argentino y tiene 40 años. Se ha dedicado a la creación de relatos de terror y ciencia ficción desde su adolescencia. Muchos de sus relatos han sido publicados en revistas especializadas, antologías y fanzines. Recientemente su relato "Plasmatrón" fue traducido al francés para la antología de Ciencia Ficción "Hola Babel" dedicada exclusivamente a autores noveles latinoamericanos. También es miembro fundador del grupo de horror experimental "TheWax".

 También podés leerlo y bajarlo en formato PDF desde el siguiente enlace:

Mi nombre es Sunny Rose y tengo ocho años. Mis verdaderos padres me abandonaron cuando era pequeña y desde entonces he vivido en distintos orfanatos. Hace cuatro meses, una pareja de rancheros de Dakota del Sur vino a visitarme y se quedaron encantados con mi inteligencia y vivacidad. Me adoptaron enseguida, por lo que pienso que soy una chica afortunada.
La señora Jefferson (ella insiste en que la llame mamá, o al menos Mary, pero aún no lo he conseguido) es tan buena y agradable que hasta siento ganas de llorar cada vez que me habla. Ella, en cambio, no tiene problemas en demostrar sus sentimientos. La primera vez que le enseñé un dibujo en donde aparecíamos las dos de la mano en un enorme campo de trigo, se echó a llorar a lágrima suelta y durante un buen rato se dedicó a soplar sus mocos en un pañuelito. Después me explicó que el dibujo le había parecido hermoso y que lo guardaría en un lugar especial como si fuera un tesoro o una gran obra de arte.
El señor Jefferson (se llama Ephrain, (¿no es gracioso que alguien pueda llamarse Ephrain?) no es de hablar demasiado. Lo he observado durante todo este tiempo y me parece que es como una especie de broma o apuesta, o algo loco y tonto que no alcanzo a comprender. Quiero decir, no me parece posible que alguien sea tan hosco siempre. Aunque la señora Jefferson me ha jurado que no hay nada de malo en él, lo he observado y creo que me está gastando una broma. Creo que algún día llegará de su trabajo, me hará girar en sus brazos riendo y me dirá: Eres una tonta Sunny Rose, todo este tiempo te creíste que era un hombre apesadumbrado que no entendía el significado de las palabras.
La señora Jefferson, por su parte, adora las palabras. Ella habla y habla con total naturalidad y de todos los temas que se te puedan ocurrir. Durante la cena, por ejemplo, le describe a su esposo, con toda minuciosidad, la rutina de sus quehaceres mientras él ha estado ausente trabajando en los campos, de su predilección por las voces de Henry Haller y Melissa Stuart en el radioteatro de la tarde, de sus fervientes deseos de pasar un fin de semana con los primos del Oeste, del vuelo de los pájaros y la emigración de los patos y muchas otras cosas que ahora no recuerdo. Pero el señor Jefferson en vez de responder o mostrarse interesado, sólo gruñe y arroja monosílabos, y hay veces en que ni siquiera levanta la vista del plato. Pero no creo que sea un mal hombre.
Hubo una tarde en que estaba jugando en el porche, y sus botas de cuero se detuvieron a pocos centímetros de mi caja de lápices.
—Sunny Rose, toma. Hice esto para ti. —Dejó caer en mis manos un caballito tallado en madera y se alejó sin mirar atrás ni una sola vez.
—Gra... gracias.
Yo quedé con la boca abierta. Después, cuando su silueta se convirtió en un borrón sobre el camino, empecé a correr y a dar volteretas y hurras con mi nuevo juguete. En ese momento amé a aquel hombre más que a nada en el mundo. Pero mi felicidad terminó pronto. He sido huérfana y sé que la felicidad puede ser una rata tramposa.
El vendedor de espejos apareció una tarde por el camino, pero su presencia se anunció mucho antes en forma de destello luminoso. Un destello blanco y titilante, casi mágico, con el cielo turquesa de Dakota como un manto de otro planeta o de cuento de hadas. El sol parecía concentrarse como el haz de una lupa sobre ese punto que oscilaba y se acercaba.
—¿Ves eso? —le pregunté a Koko. El caballito apuntó su hocico en dirección a mi dedo—. Me pregunto que será. —Koko permaneció pensativo.
Al cabo de unos minutos, la silueta de un hombre empezó a tomar dimensión. Traía un extraño sombrero negro con un alto pico, y de su cuerpo colgaban una docena de espejos de muchos tamaños y formas. Los había redondos y ovalados, rectangulares, con curiosas formas de trapecio, algunos con marcos de brillante madera laqueada con incrustaciones de piedra, otros con armazones de metal: hierro forjado, bronce, y hasta oro.
Por mera curiosidad, corrí hasta la entrada del rancho y me dispuse a observar mejor a aquella extraña aparición. Koko pifió una y dos veces, dándome claras señales de intranquilidad.
—No te preocupes, Koko, sólo es un vendedor de espejos.
El hombre se detuvo junto a nosotros y ejecutó un ridículo bailecito.
—Buenas tardes hermosura ¿Cómo es que un angelito como tú anda vagando bajo los rayos de este sol impertinente?  —Tenía un acento extranjero. De repente se quitó su aparatoso sombrero y practicó una reverencia. Algo en la forma de su cráneo y la manera en que sus cabellos blancos se adherían a él me provocó un escalofrío.
—Sólo estaba jugando.
Una cara blanca como la leche se dividió con una fina línea de labios apretados.
—¿Jugando, eh? ¿Y a qué estabas jugando, si se puede saber?
Koko decidió que aquel hombre no le gustaba en absoluto, y yo pensé lo mismo. Daba la sensación de que debajo de todos esos espejos y oscuras ropas se escondía un cuerpo huesudo y torcido, como ese árbol en el límite del rancho que había sido alcanzado por un rayo y que permanecía de pie pero sin vida.
—Jugaba... con mi caballito... Eso es todo.
Cada vez era más difícil sostenerle la mirada, los ojos saltones tenían un brillo de sapo, eran ojos que hacían rebotar la luz del día como rechazándola. El vendedor de espejos se encasquetó su sombrero y miró a ambos lados del camino. Luego su horrible mirada se posó nuevamente en mí.
—¿Y dónde están tus padres, cielito? ¿Se encuentran tus padres por casualidad en la casa?
—No... Quiero decir, ¡sí! Mi madre... la señora Jefferson, ella está en casa. Ephrain trabaja en los campos, él fue quien talló a Koko, ¿sabe?  —Me temblaba la voz. No quería que él se diera cuenta de que le tenía miedo, pero no pude evitar que se me llenaran los ojos de lágrimas.
—¿Ephrain? ¿Por qué será que me suena ese nombre? —El vendedor de espejos se rascó el mentón y me guiñó un ojo, pero su expresión era taimada. Por un momento uno de sus espejos me arrojó la luz del sol en plena cara y me obligó a parpadear. En ese instante vi algo espantoso. Algo fugaz que cruzó a toda velocidad mi cerebro. Sentí un pánico paralizante, como una noche en el orfanato, cuando percibí el movimiento de una enorme araña en la almohada, a pocos centímetros de mi cara.
—Oiga... No me haga daño... Soy una niña huérfana y todavía no sé lo que es la felicidad —dije. Era una frase tonta, pero había surgido de mi boca espontáneamente.
El hombre me miró con desagrado y luego se largó a reír.
—¿La felicidad? Te aseguro que no lo sabrás jamás, querida.
Se acomodó las ropas y comenzó a alejarse por el camino con el mismo andar pausado. Cuando estuvo a una buena distancia levantó un brazo en señal de despedida. Los destellos de luz se fueron apagando a medida que se alejaba.
Ni Koko ni yo respondimos el saludo.
Esa noche la señora Jefferson llamó a la policía. Vinieron hombres de traje, hombres de rostros serios y pensativos que dieron vueltas por toda la casa. Hicieron muchas preguntas y uno de ellos se encargó de anotar con rapidez cada respuesta en una libretita.  
–¿Cómo estaba vestido cuando se fue? ¿Tenía algún problema con alguien de la zona? ¿Habían discutido recientemente? ¿Problemas de dinero?
La señora Jefferson lloró durante toda la noche.
Y al día siguiente.
Y al otro.
Poco tiempo después me envió de nuevo al orfanato.
Papá jamás volvió a casa.

LEE REVISTA CRUZ DIABLO: http://revistacruzdiablo.blogspot.com/


sábado, 21 de mayo de 2016

"La pintura" por Patricia K. Olivera

Patricia K. Olivera es escritora uruguaya, reside en Montevideo. Ha participado en varios sitios dedicados al género como miNatura, NM (La Nueva Literatura fantástica latinomericana) y Axxón, entre otras. No ha publicado libros, pero aparece en alguna antología extranjera; dos de sus cuentos fueron traducidos al francés y al alemán. Cursa la tecnicatura en Corrección de Estilo en lengua española y las licenciaturas en Lingüística y Letras en la Universidad de la República (Udelar). ILUSTRACIÓN: Oleo de Sonia Paz (España)

Podés leerlo y bajarlo en formato PDF desde: 

Le gustó esa pintura desde que pisó la galería de arte. Adoraba ese tipo de paisaje misterioso, propio de cuentos de hadas, de brujas y de gnomos. Observó embelesado esa obra de arte, hasta que por el rabillo del ojo notó que tenía compañía. Giró y se encontró con que otras personas también habían reparado en ella atraídos por el influjo del paisaje.
El nerviosismo comenzó a atenazarle el estómago: si no se apresuraba podía perderla y tenía que ser suya. Pero se trataba de una exhibición en la cual las obras solo se podían adquirir mediante subasta, así que se vio obligado a esperar a que le llegara el turno dispuesto a ofrecer lo que fuera con tal de ser su poseedor. Por el gesto de desconfianza que atisbó en el rostro de los otros interesados supo de antemano que debía pelear el precio.
Estaba exultante cuando la colgó en la pared de la amplia sala decorada al estilo minimalista. Ya no importaba la fortuna que había costado, al fin era suya.
Con una sonrisa de oreja a oreja, se paró en medio de la habitación, con los brazos cruzados sobre el pecho, para observarla desde lejos. Después se acercó despacio, con los ojos fijos en el sendero del lienzo como si ya estuviera andando sobre él; imaginó lo qué habría detrás de aquellos árboles; especuló a dónde llegarían los distintos senderos que divisaba allí. Se percató de que la humedad de la niebla parecía estar penetrándole las ropas y la piel, al igual que lo hacía el silencio que se había apoderado del ambiente, acallando todo indicio de vida. Se calzó los lentes que usaba con regularidad, no quería dejar escapar ninguno de los detalles que aparecía sobre la tela, y continuó acercándose conteniendo la ansiedad, el deseo de estirar el brazo y palpar la textura rugosa del material utilizado para pintar tal perfección.
De repente, se sintió invadido por la naturaleza toda que se metía por sus narinas a través de los olores penetrantes de la tierra, de la vegetación dormida del otoño y del aire frío que le daba de lleno en el rostro. Se detuvo, cerró los ojos y aspiró hondo. Cuando volvió a mirar, la pintura continuaba colgada de la pared dispuesta a ser explorada.
Fue al dar un paso cuando notó que pisaba algo, diminutos guijarros que de algún modo habían llegado al piso del lujoso apartamento. Bajó la vista para corroborar que estaba equivocado, pues la empleada había estado allí esa mañana, pero vio sus pies, los zapatos de piel de cocodrilo, última moda, que se había puesto esa mañana, apoyados sobre una superficie de tierra. Quedó petrificado, sin levantar la cabeza sus ojos se movieron con lentitud a un lado y a otro, y vio el camino salpicado de hojas de otoño que se extendía más allá del pequeño espacio a donde llegaba su vista.
No tuvo tiempo de inspeccionar nada más. A lo lejos oyó gritos, ladridos de perros salvajes y relinchos de caballos que se acercaban con rapidez. Su cara se desfiguró, eso no podía estar pasando. Sus esfínteres se aflojaron cuando vio aparecer ante él a varias figuras, de rostros cadavéricos, ataviadas con armaduras oscuras y montados en corceles negros como el ébano; asistidos por perros de babeantes mandíbulas, provistas de enormes colmillos, y ojos inyectados en sangre.
Todos se detuvieron sorprendidos cuando lo vieron en medio del sendero. Alguien como él, vestido de esa forma tan extraña, los desconcertó por unos segundos. Se hizo el silencio hasta que el que iba al mando levantó la lanza, en cuyo extremo colgaba un collar con varias cabezas humanas reducidas, y lanzó un rugido al que se sumaron los gritos, los relinchos y los ladridos salvajes. Era su sentencia de muerte.
Pensó que al girarse se encontraría otra vez con la sala de su apartamento, pero solo logró verla a través de una especie de ventana que flotaba en el aire y se empequeñecía a cada instante. Corrió en su dirección, en un intento desesperado por traspasarla, pero esta se alejaba cada vez más en tanto sus perseguidores se agigantaban a medida que se aproximaban, y las espadas, las mazas con cadenas y las hachas se acercaban peligrosamente a su cabeza.
En la sala vacía, la pintura se tiñó de sangre; antes de que comenzara a escurrir por fuera del marco la tela la absorbió con rapidez. Y allí estaba otra vez: el mismo paisaje que subyugó al último comprador desaparecido en circunstancias misteriosas… igual que los otros.



jueves, 19 de mayo de 2016

Volver a leer. La Ficción Popular: nuestra esperanza

Crecí en un ambiente muy “popular” tanto desde el punto de vista económico como desde el punto de vista social y cultural. Es decir, no nací en una familia de clase media urbana ni crecí en un ambiente de intelectuales. Sin embargo nací y crecí en un ambiente lector. Hace poco me impuse el ejercicio nemotécnico de  intentar recordar las primeras imágenes de lectores que registre en mi temprana infancia. Y me sorprendió comprender que podría llenar un álbum de fotografías familiares con ellas. En algunas están mis tíos volviendo de la fábrica con el diario debajo del brazo, en otras está mi padre volviendo del trabajo los domingos por la mañana desarmando el diario (el suplemento infantil para los chicos, el deportivo para mis primos, la página de los crucigramas para mi hermana), en otras aparecen trenes repletos de pasajeros que leen (algunos el diario, otros revistas o historietas, otros libros). Creo que la última imagen se habrá grabado en mi retina en algún viaje a la capital o acompañando a mi padre al almacén cooperativo de la mutual del trabajo (solía acompañarlo para traer los bolsos). Recuerdo también pila de historietas, algunas eran de mi padre, otras no sé de quién eran, de algún tío, supongo. Recuerdo que mi padre leía Dartagnan y Tony, a mi me gustaban las Sckorpio. Tengo imágenes de números de revista Humor que mi padre traía del trabajo. En la línea de las historietas tradicionales: Patoruzú, Patoruzito, Condorito. Muchas Anteojito y Billiken de mi hermano mayor. Sé que no es la panacea, jamás tuve a mano una Mafalda, Inodoro Pereyra o El Eternauta. Me hubiese encantado, pero no estaban. Por las tardes, cuando disponía de un poco de tiempo, mi madre se sentaba a leer las Selecciones de Reader Digest. Creo que todo esto indica un poco a que me refiero cuando digo ambiente “muy popular”. 
       En mi casa se leía Clarín, pero mis tíos y primos leían Crónica o El Popular. Recuerdo que apenas sabía leer cuando me pasaba las tardes de los domingos leyendo, muy despacio y con mucho esfuerzo, las historietas de la contratapa del diario Clarín. Fui creciendo y la lectura seguía presente. Mi madre me trajo mis primeros libros: un bolso lleno con la colección Robín Hood, viejos libros de tapa amarilla, que le habían obsequiado sus patrones al renovar la biblioteca. Allí conocí títulos maravillosos.
Cuando cumplí once años mis padres me asociaron al círculo de lectores. La llegada del catalogo mensual era todo un evento. Empecé a tocar la guitarra y en casa aparecieron las revistas Pelo, Toco y canto, Expreso. No quiero indagar más allá de esa fecha. Porque después terminé el secundario, me anoté en el conservatorio de música, comencé el magisterio, un suceso de eventos que no puedo aplicar a todo el mundo, pero si mi mundo hasta los doce años.
Mi mundo hasta los doce años es común a millones de pibes y pibas que crecieron en la Argentina de los años 70 y 80. La gente leía, los chicos leían. Es imperioso que la gente vuelva a leer para salvar a la literatura, pero también para salvar a una sociedad que se carcome por dentro. Nunca fui elitista y nunca voy a serlo. Tampoco me seducen los ambientes del snob académico. No voy a aceptar la idea de que la literatura resiste en las trincheras de cafés literarios a los que asiste uno de cada un millón de habitantes de nuestro planeta. Eso sería un despropósito. Eso no es resistencia, eso es avalar y volverse cómplice del aniquilamiento de la literatura. Así mismo es imperioso un llamamiento a los escritores de nuestra Latinoamérica. Ya no es acertado escribir para unos pocos, no es necesario y es perjudicial para la vida de la literatura. Es muy poca, en realidad muy poca la gente que aun lee con regularidad. Entonces, el objetivo primordial es que la gente vuelva a leer y hay que escribir en consecuencia.
No se trata de nivelar para abajo. Se trata de volver a enamorar con las letras. Hoy día, casi nadie se siente atraído por la literatura. Yo siempre repito que prefiero enamorar al Pueblo que enamorar al jurado de un concurso literario. Uno de los narradores más brillantes surgidos en el último medio siglo es, para mí, Stephen King. Muchos dirán (y ya se ha dicho hasta el hartazgo) que se trata de un escritor de literatura chatarra. Se equivocan. No opina lo mismo quienes los galardonaron con el O. Henry Award ni quienes los distinguieron con el National Book Award. El máximo merito de este maravilloso narrador fue hacerle devorar novelas de setecientas paginas al hombre y a la mujer promedio de Estados Unidos. Novelas de setecientas páginas con calidad literaria. En las últimas décadas lo ha hecho con la mayoría de los hombres y mujeres de a pie de todo el mundo occidental. En una de sus más maravillosas entrevistas, la brindada al The París Review en el año 2007, el maestro del terror hace un significativo y saludable abordaje sobre la diferencia entre la ficción literaria y la “ficción popular”. Yo no anhelo un escritor argentino ganador del Nobel, sinceramente, no lo necesito. Anhelo de manera imperiosa el surgimiento de un batallón de escritores de Ficción Popular que vuelvan a enamorar al Pueblo con la Literatura. Quiero ver a los pibes en el secundario leyendo, ya no pido qué, pero verlos leyendo. Quiero ver la nueva primavera literaria de nuestro país. Quiero ver florecer mil flores, pibas y pibes que se enamoren de los libros y revistas literarias y se animen a escribir.
Estoy convencido de que recuperar el habito por la lectura nos va transformar como sociedad, por lo que trasforma en nuestro cerebro y nuestras capacidades cognitivas y por lo que genera en nuestro espíritu. La pérdida del hábito lector conlleva a otras pérdidas mayores y mucho más trágicas. Las nuevas generaciones de adolescentes y jóvenes de los suburbios no solo no escriben bien, ya no hablan bien. Distorsionan los vocablos, pronuncian mal, el vocabulario empleado se redujo a menos de la mitad de las palabras que conocían y empleaban en el habla cotidiana los hijos de los obreros de los años 80. Se impone el “coso” y la “cosa”. Y esto no tiene solo connotaciones estéticas del leguaje ni meramente culturales. Tiene consecuencias sociales, políticas y económicas. Un chico que habla mal y escribe peor queda desplazado del mundo. Las posibilidades de movilidad social de su progenie se tornan casi nulas.
Existe un aspecto final y tiene que ver con los derechos. El derecho a leer y escribir (¡cuán cerca está la literatura de ello!) es un derecho inalienable de los pueblos. “Leer” es “poder”. Así lo entendieron todos los procesos revolucionarios de la historia que extendieron la enseñanza de la lectoescritura a la mayor masa de la población posible. Así lo entendieron los estudiantes sudafricanos que enfrentaron al poder colonial en las calles exigiendo que se les permita leer en ingles (en Sudáfrica los negros escolarizados solo escribían y leían en lengua nativa, cuando el 99% de los textos, incluidos los periódicos, se publicaban en ingles). Siempre los excluidos de la lectura y la escritura fueron los esclavos, sirvientes, campesinos, trabajadores, desocupados, según la época de la cual se trate. Siempre fueron las grandes masas oprimidas.
Recientemente realizamos un trabajo junto a una Universidad del conurbano. En una encuesta realizada a pasajeros del TBA (ex – Sarmiento) en la estación de Moreno, el 79% reconoció no haber leído nunca un libro que no sea un texto escolar. El 47% no leyó nunca una revista. Del 21% que dijo haber leído alguna vez un libro, el 89% eran mayores de 45 años. Si se toma la franja etaria de 15 a 25 años, el porcentaje de aquellos que nunca han leído un libro asciende al 94%. Un dato significativo que ilustra parte de nuestra tragedia: en 1974 una encuesta estableció que el 79% de los argentinos compraba un diario al menos una vez a la semana. En nuestra encuesta, el 67% aseguró no haber comprado jamás un diario. Moreno es una ciudad del tercer cordón del conurbano. Su entramado social y cultural indica que mantiene similitudes con la mayoría de los distritos del conurbano bonaerense y creemos que la radiografía que acabamos de mostrar tiene un correlato en inmensos territorios de nuestro país.
Algo que toca muy de cerca a nuestro proyecto. Se preguntó al 94% de adolescentes y jóvenes de 15 a 25 años que dijeron no haber leído jamás un libro que no sea un texto escolar, si estaría dispuesto a leer un libro. El 64% contestó que sí. A los que contestaron que sí leerían un libro se les preguntó qué tipo de libro le gustaría leer. El 33% dijo que quizás leerían un libro de terror; el 31% se inclinó por un libro de fantasía, el 9% por la ciencia ficción, un 4% por historias románticas, un 24% no supo qué clase de libro elegiría, pero manifestó que le gustaría leer alguno.
En esta tarea tenemos que estar todos con nuestras manos involucradas. Forjemos una literatura que sea "amigable", "seductora", "convocante", "inclusiva" para las nuevas generaciones. Volvamos a enamorar a nuestro Pueblo de la palabra escrita. 
Que florezcan mil flores, amigos de la literatura Fantástica. Por una legión de pibes escribiendo y leyendo a lo largo de nuestra Latinoamérica.
Si el presente nos encuentra leyendo, el futuro nos encontrará escribiendo. 
                Rogelio Oscar Retuerto. Buenos Aires, 20 de mayo de 2016

miércoles, 18 de mayo de 2016

"La conciencia de Julio" por Gustavo Ramos



Gustavo Ramos (1984, Quilmes, Buenos Aires) demostró tempranamente su interés por la escritura cuando se acercó a autores como Poe, Guy de Maupassant o H. P. Lovecraft abriendo un nuevo panorama para su llama creativa.
Es profesor de literatura y ha ganado premios de poesía en dos oportunidades. Fue uno de los fundadores del ciclo de lectura mensual  “Club Atlético de Poetas” en la ciudad de Bernal, localidad de Quilmes, que aún continúa desarrollándose.

Podes leer relato y bajarlo en formato PDF desde 

Julio Ponce era un joven tranquilo, soltero, de unos treinta años pero parecía mayor. Trabajaba en una zapatería y había podido alquilar un departamento. Dejar la casa donde vivía con su madre no fue fácil, ella quedaría sola ya que su padre había muerto hace tres años de cáncer de próstata. A su madre ahora la veía de vez en cuando, aunque todos los días ella iba, ya tenía su llave, y le dejaba alguna comida hecha que luego recalentaba para que no perdiera la costumbre de la exquisita cena de su viejita.
Julio volvía de la zapatería, comía y se iba cansado a acostar. Pero un día como, tantos otros, Julio Ponce volvió de su trabajo, comió comida recalentada en el microondas y, luego de una ducha, se acostó en su cama. Allí no pasó nada; fue al despertar, al otro día, que sin saber por qué razón del destino al abrir los ojos Julio se sintió extraño. Su cuerpo era más suave y liviano, no podía entenderlo. Entre sus pensamientos tropezaban, estorbaban otros, ajenos, que coexistían con él: un supuesto novio, qué se pondría hoy para la oficina, qué gorda que estaba, ojalá que no se cruzara con el plomazo de la esquina. La conciencia de Julio controló por un instante la situación y fue aterrador. Al accionar los brazos de ese cuerpo, tocó dos pechos, miró dos pechos en donde, el día anterior, tenía uno plano, uniforme. Espantado por la transformación inaudita, quedó mudo y perdió el control. La mente que allí imperaba era otra, la de esa joven llamada Carla que ahora se miraba al espejo con ceño fruncido por verse rellenita, apretándose la panza, pellizcándola mientras la conciencia de Julio se deleitaba por el cuerpo donde se encontraba. Era tan absurdo porque ella en verdad era muy flaca y estaba preciosa, tanto que hasta le hizo dar una vueltita para observarla por detrás.
Carla miró la hora, ya era tardísimo. Se vistió y se peinó tan rápido como pudo. Llegaría otra vez tarde al laburo. Salió corriendo de su departamento. La conciencia de Julio, mientras tanto, inactiva, observadora, se replanteaba todo. ¿Qué era lo que estaba pasando? ¿Se había vuelto loco por completo? No había explicación posible, no había sido una metamorfosis, un cambio de sexo, no, sino un trasplante metafísico. Reflexionaba cómo había podido pasar: tal vez todo fuera un gran telar, un entramado inmenso, una casi infinita red psíquica, y uno de los hilos se había cortado y había saltado como una tanza proyectándose hacia la estratósfera, pero luego había vuelto a caer, rebotando de psiquis a psiquis hasta que se detuvo en ella. Esa era la única y descabellada explicación para la conciencia de Julio, por eso era que él estaba allí, alejado de su cuerpo, dentro de otro, pero ¿Por qué a él? ¿Por qué justamente a él?... Pero era como hablar con una pared.
Julio estaba conviviendo por primera vez en sus treinta años con una mujer, pero tan cercanamente que su confusión era extrema, él era lo deseado ahora, al tocarse la tocaba a ella. Se escuchaban, pero era la conciencia de Julio quien estaba en un cuerpo ajeno, lejos del suyo propio y se sentía condenado por alguna maldición abrupta, un juego de este universo atroz, una burla. Julio comenzó a trastornarse con la idea de encontrar su cuerpo y la mente de Carla no sabía por qué pero comenzaba a correr sin dirección aparente entre las calles, buscando algo desconocido, extraño y circundante. La conciencia de Julio mandaba por su insistencia, buscaba en su desesperación como un perro que escapó de su casa al ver la verja abierta y presentirla como libertad, pero luego, entre el sinfín de bocinas y rostros agresivos, buscaba de nuevo la protección del hogar perdido.
Así anduvo todo el día la pobre Carla de un lugar a otro, sin entender lo que pasaba. Pensaba que era un déjàvu, otra vida pasada que la atraía hacia un lugar sin dirección, ya no sabía qué pensar. Se sucedían palabras enloquecidas en su mente, pensaba que era el estrés, el extremado trabajo o peor, un brote psicótico porque escuchaba en su cabeza una voz que no era ella que decía, gritando: “¡Acá no! ¡Acá tampoco! ¿Dónde mierda está? ¡¿Dónde estoy?!”.
Julio, sintiéndose abatido, ya sin fuerzas, soltó las riendas y entonces pudo tomarlas de nuevo ella y lo único que atinó a hacer fue escapar a su departamento, tomar unos ansiolíticos del baño y acostarse, tratar de olvidar la locura pasada, tratar de cerrar los ojos y calmarse. Al dormir, Carla soñó, soñó que ella era un hombre de unos treinta pirulos y que se acostaba con su mejor amiga, esa de la oficina, y tanto disfrutaba… se reía… sueño húmedo…
Cuando abrió los ojos, la conciencia de Julio vio muchos posters de Divididos, los Redondos y Sumo. Se levantó después de mucha fiaca. Su cuerpo era joven, pero por eso que sobresalía allí abajo era un púber con ganas extremadas de orinar, cosa que hizo en el acto. Al llegar al baño, se vio a sí mismo o, mejor dicho, vio a su nuevo anfitrión, pues la condena, la maldición tan inaudita no había acabado. Ese espejo reflejaba un rostro adolescente ahora. Luego de unas muecas y de arrancarse asquerosamente unos granos con pus, pudo saber que el nuevo envase se llamaba Tadeo. Bajó gritando a su madre que quería la leche. La conciencia de Julio pudo ver el televisor que estaba en Crónica tv. Era sábado, esta noche sería larga.
Luego de beber una chocolatada, de saludar a su madre y a su hermana, salió de su casa y, extrañado, escuchó en su mente que debía peinarse, cosa que nunca le importaba, pero sin embargo volvió al baño y se mojó el cabello, se lo peinó para atrás aunque a él en verdad le gustara todo parado y alborotado. La conciencia de Julio empezó a sentir que podía dominarlo, pero no sería tan fácil. Luego de eso, quedó mudo. Volvió velozmente en Tadeo la idea de irse de su casa; quería llegar cuanto antes a lo de su amigo Juan, lo estaría esperando para jugar con la Play. Las hormonas a mil acallaron a la conciencia huésped que era sólo un piojo en esa cabeza adolescente.
Cuando llegó a la casa de Juan, Tadeo saludó con un insólito gesto, inventado por ellos, y se precipitaron a la tele con el videojuego conectado. La conciencia de Julio se aburría y cada tanto largaba un áspero suspiro de desaprobación: “¿No sabes hacer otra cosa, pibe?”, pero más que eso no podía hacer, se había dado cuenta que en verdad él estaba dominado por la fuerza descomunal de una mente efervescente como la de todo pendejo de dieciséis años. Al terminar de jugar, se tiraron a la cama y Juan sacó de abajo una caja llena de revistas porno que le afanaba al viejo y se masturbaron con esos culos de papel.
La conciencia de Julio, cansada de la situación, aunque él a su edad también se habría mandado de las suyas, sometido como estaba, no podía hacer más que esperar, esperar a que todo eso pasara y, si no era la última mente, la última persona donde entraría por esa razón tan absurda, tan incongruente, esperaría por lo menos que ese pendejo de mierda se dignara a apolillar y tal vez tendría más suerte con el próximo ser.
Pero la noche sería larga y recién anochecía. La tarde se iba entre historietas y series momentáneamente entretenidas en el zapping continuo, entre la Rock and Pop pasando de fondo, entre gaseosa y galletitas que suministraba la madre de Juan, siempre tan atenta y, sin que lo viera, Tadeo le miraba las lindas tetas.
Los pibes arreglaron para juntarse a la noche. Después de comer irían al boliche nuevo que abriría a unas cuadras de allí. Tadeo salió de la casa de Juan y, mientras caminaba por las calles, la conciencia de Julio usaba esos ojos prestados para ver si por allí andaba su cuerpo, inconsciente, o tal vez también infectado por otra mente.
Luego de comer, Tadeo salió como tiro para el baile y la conciencia de Julio sentía el retumbe de su corrida, ya resignado, lamentándose por lo que se venía. Al encontrarse en la fila con Juan, éste le convidó de su paquete de puchos. Tadeo agarró gustoso pero, luego de encenderlo, la conciencia de Julio le dijo, enbronqueado: “Cuando tengas cáncer no va a ser tan piola”. Tadeo se sacó de la boca el cigarro y lo miró con miedo pues nunca su conciencia le había hablado de manera tan poderosa. Apagó el tabaco, tirándolo al suelo y aplastándolo con las zapas, descuajeringándolo.
Luego, cuando la fila empezó a moverse, ambos entraron al antro. Tropezando con la gente, se acercaron con dificultad a la barra y pidieron una cerveza que se acabaron de toque y empezaron a mirar a las chicas aunque no se animaban a encarar a ninguna. En medio de esa disyuntiva, la conciencia de Julio aprovechó para inmiscuirse y metió un bocadillo audaz para que pudiera conquistar alguna.  Para desinhibirse, debía tomar, tomar y tomar, pedir más cervezas, con eso empezar, y luego darle al tequila, uno y otro más. Aunque otra cosa era lo que motivaba a Julio, el joven tenía tanta necesidad que no pensó en las consecuencias. Tadeo empezó a beber hasta que terminó tirado en un costado, como bolsa de residuo. Con el joven inconsciente, mamado, la conciencia de Julio levantó ese cuerpo, lo que quedaba de su buen anfitrión y, tambaleándose, tropezando con todo y con todos, salió del lugar. Ese cuerpo empezó a caminar ayudado por las paredes de la calle, insultando entre dientes y pidiendo disculpas al mismo tiempo mientras chocaba con gente al pasar. Llegó a su casa prestada, acostó al cadáver en su cama y, aunque todo giraba, logró que se durmiera y, por consecuencia, que él también lo hiciera.
Al abrir los ojos, las paredes eran blancas y el techo era una gran mancha de humedad. Aunque lo intentaba no podía levantarse, su cuerpo era pesado y débil. Se miró las manos, arrugadas, ancianas. Cuando pudo levantarse fue peor, un dolor hondo en la espalda. Caminó dificultosamente hasta llegar al baño y, para colmo de males, le costó tanto pero tanto mear que tuvo que hacer “psss” para que saliera el chorro de orina. La conciencia de Julio esta vez se encontraba en la cabeza de un viejo a quien llamaban Don Alberto. “¡Qué barbaridad, qué lamentable!” se repetía mientras tocaba la cadena y salía de ese baño desvencijado. A ese vejestorio ya no le interesaba ni siquiera peinarse el poco pelo, ¿Para qué? ¿Para quién? La conciencia de Julio ya veía lo que venía, otro cuerpo inútil para el deseo de encontrar su cuerpo. Era fácil de manejar, tan moldeable como un niño pero no, tardaría todo el día y más en sólo andar unas calles. No se podría hoy tampoco, debía esperar, ser paciente, ya vendría el día… ¿O esta era una maldición de por vida?
Se miró en el espejo, viejo, con arrugas y canas, dientes flojos, un cansancio constante, un recuerdo ameno de pasado siempre bueno y mejor que este presente. El afuera sólo era rigor, inseguridad y unas personitas indiferentes que jamás lo iban a visitar.
Don Alberto estuvo por un rato en el sillón escuchando la radio: robos, muertes, graves accidentes, catástrofes lejanas. La conciencia de Julio también escuchaba. Era un domingo aburrido, pero así sería, para este viejo, todos sus días, tirado en un lado o en otro, sin visitas, siempre solo, recordando épocas doradas, a todos esos que ya muertos estaban y a esos pocos, sus hijos, sus nietos, tan lejos, pero no tan lejos como la muerte, sólo que no les importaba.
La conciencia de Julio tuvo la suerte de que el anciano no durara mucho, pues su atención se limitaba, luego de un tiempo, a la cercanía con los ronquidos, y así, para su bien o para su mal, pudo escapar de tan triste recipiente, dejar de ser portador de un cuerpo tan desecho.
Al abrir los ojos, lo primero que vio fue el despertador. Eran las cuatro de la tarde aunque estaba todo oscuro en esa habitación. El psiquiatra Augusto Prieto era de cerrar las persianas para dormir mejor la corta siesta que efectuaba cuando salía de la guardia para luego volver al trabajo. La conciencia de Julio descubrió poco a poco cómo enredarse entre los pensamientos y conocer más a los sujetos en los cuales se hospedaba por azar o por una causa y efecto espacio-temporal que desconocía, que todos desconocían salvo el mismo universo.
Augusto Prieto se levantó de la cama, se lavó la cara, orinó bastante, se cepilló los dientes, se peinó a la gomina, cosa que aprobó la conciencia de Julio, y, luego de ponerse su guardapolvo y buscar su portafolio, salió de su casa. En el camino, la conciencia de Julio chusmeando supo que era separado y tenía dos hijos que veía sólo una vez a la semana cuando los iba a buscar a la escuela. Ahora se dirigía a su trabajo, en un hospital psiquiátrico.
Al entrar, pasó por un largo salón donde algunos pacientes gritaban inentendiblemente y otros, tirados, movían los brazos para los costados.  Por esto se había separado; el convivir tanto con esquizos, paranoicos y otras yerbas de alguna manera te afectaba. Cruzó el salón y se mandó por un pasillo donde abrió una de las tantas puertas. Del otro lado, con asombro, sin poder creérselo, la conciencia de Julio, ayudado por los ojos del psiquiatra pudo ver su cuerpo, pudo verse sentado, amordazado en chaleco de fuerza, cayéndole la baba con ojos  idos, mirando la nada. De a poco, entre las palabras del doctor y sus pensamientos, empezó a reconstruir los sucesos que a ese cuerpo abandonado de conciencia le habrían acontecido. Su madre habría abierto como tantas veces la puerta con su llave yendo a buscar su ropa sucia en la habitación. Lo habría encontrado dormido pero, al intentar llamarlo, pues la hora era inaudita, debía ya hace rato estar en la zapatería, no pudo despertarlo. Habría empezado a zamarrearlo pero, al abrir los ojos, él sólo pudo emitir sonidos guturales y, con movimientos reflejos, caer de esa cama para luego empezar a golpearse contra el suelo repetidas veces. Desesperada, su madre habría buscado ayuda y sólo pudo encontrar ésta, la que estaba frente a los ojos prestados de la conciencia de Julio. Su cuerpo, tan cerca y tan lejos, estaba allí, eso que tanto había buscado, lo que tanto ansiaba, volver a la raíz primera, en otras palabras, a su cabeza. No sabía qué maniobra, estratagema cruel del destino lo había separado de aquella pero ya no importaba, estaba tan cerca, y entonces lo hizo; aprovechó un titubeo mínimo de ese psiquiatra, cuando su pensamiento se trabó en una palabra inútil para ese paciente vegetativo, y entonces se lanzó, lanzó ese cuerpo contra una mesa, sí, la cabeza del doctor Augusto Prieto chocó con fuerza contra una mesa, quedando inconsciente.
Abrió los ojos. Ni bien tuvo el primer impacto de luz le volvió la idea de su liberación. Sonreía por dentro…pero…no…no, era un castigo eterno. Había estado tan cerca…ese cuerpo, en donde ahora estaba, no era el suyo de nuevo.
Se levantó desesperado por las ganas de ir al baño. Luego de un interminable chorro, medio bifurcado, se miró en el espejo y allí la conciencia de Julio entendió quién era, cada vez lo reconocía más rápido, ahora se llamaba Eduardo y era policía. Empezó a cambiarse, este día sería largo, demasiado largo. Tal vez hoy, con suerte, moriría.
LEENOS EN REVISTA CRUZ DIABLO: http://revistacruzdiablo.blogspot.com.ar/