martes, 31 de mayo de 2016

"Brackets" Por Martín Pablo Zeleznik

Martín Pablo Železnik nació en la Ciudad de Buenos Aires, República Argentina, en Abril de 1980. Estudió periodismo en la Universidad Católica Argentina y trabajó como redactor, cronista, guionista, y corrector de textos para diferentes medios y empresas. De profusa imaginación, solía escribir relatos breves y de escasa coherencia desde la más temprana edad. El conocimiento de maestros del género macabro como H. P. Lovecraft, Algernon Blackwood, Guy de Maupassant, y Stephen King dieron forma a su prosa actual. En el año 2013 el autor publicó a través de Amazon su ópera prima “Hay que matar a Bárbara y otros cuentos”, disponible en papel y formato digital.

También podés leerlo y bajarlo en formato PDF desde:
 https://drive.google.com/file/d/0B68bhg9qd0HpWlUtUHdkeVdobkE/view?usp=sharing

Era pura vanidad. Podía pasarse horas frente al espejo, observando cada detalle de su cuerpo divinamente agraciado. Sus piernas, largas y sensuales, habían adquirido una firmeza particular gracias a los años de práctica de hockey sobre césped, y eran codiciadas por hombres y envidiadas por mujeres. Su cintura de avispa, su panza chata, adornada con un insinuante piercing en el ombligo, formaban los cimientos para un busto naturalmente generoso, inquieto, libertino, y sobre todo deseable. Los ojos azules y esa nariz ligeramente respingada estaban enmarcados en una larga cabellera lacia de color trigo. ¡Qué delicia! Pero lo que más me gustaba de ella era su piel de porcelana, blanca, delicada, decorada con sensuales lunares de chocolate aquí y allá. Los recuerdo todos; su sabor, su ubicación exacta, hasta los que estaban más escondidos. Ella se observaba orgullosa, pero no reía.
Su personalidad: puro desenfado. Era uno de esos seres luminosos, naturalmente carismáticos, que por más que lo intenten no pueden pasar desapercibidos. Su forma de moverse, su manera de mirar, su sensual ingenuidad. Qué excitantes me resultaban sus comentarios intrépidos, tan arriesgados como ingenuos; crudos. Ella no era de las que andan pensando antes de hablar. No había en ella barreras mentales que pusieran freno a su lengua temeraria, capaz de pronunciar las palabras más crueles y los comentarios más chistosos. Una vez estuve riéndome una hora seguida de una de sus salidas espontáneas y ella no comprendía cómo podían causarme tanta gracia aquellos arrebatos de verborrea. Puedo decirlo con orgullo: ella era mi novia.
¡Cómo le gustaba ir de compras! Sus ojos chisporroteaban cuando pasaba por delante de cualquier tienda, sobre todo de las de ropa. Solía morderse el labio inferior cuando estaba ante una prenda deslumbrante. Entrar a un shopping le producía un éxtasis incomparable. Todas las marcas juntas, a su alcance, en la más maravillosa de las orgías consumistas, y ella se entregaba lujuriosa al festín de las compras, seducida por el hechizo de las últimas tendencias. No se reprimía; daba rienda suelta a todo su narcisismo. Y todo le quedaba bien. Yo sé que no era mérito de la ropa sino de ella, que se hubiese visto espléndida incluso en un vestido de harapos. Podíamos estar horas y horas entrando y saliendo de las tiendas, dudando, eligiendo, y volviendo a dudar. Ella desfilaba ante mis ojos. Abría la cortina del probador y giraba para mí. Lo hubiese hecho delante de todos, porque ella se sabía hermosa, se sabía deseada, y disfrutaba al máximo del poder que sólo un determinado tipo de belleza combinado en proporciones exactas con el tipo adecuado de personalidad puede dar.
Y, sin embargo, su dicha no era completa. Su felicidad se extinguía ante cualquier espejo cruel que decidiera mostrarle su diente torcido. Uno de los incisivos, ligeramente superpuesto sobre el otro, daba por tierra con toda posibilidad de simetría en aquella boca. ¡Qué tristeza le producía su único defecto visible! Todos los días de su vida maldecía a sus padres por no haberse ocupado de su diente durante la infancia, cuando no le hubiera importado llevar diez kilos de metal en la boca. ¿Y ahora? La idea de ponerse los brackets a los 24 años la horrorizaba. El remedio era peor que la enfermedad. Todo su encanto se perdería con esa maldita ortodoncia —como ella solía decir—. Sentíase en una encrucijada que le torturaba a diario, y fui yo quien la ayudó a tomar la decisión: le dije que el mal menor eran los brackets, que en poco tiempo su dentadura sería la más hermosa. Yo estaba dispuesto a acompañarla, a consolarla, a ceder a todos los caprichos que inevitablemente vendrían.
Fueron varias sesiones en lo del dentista. Finalmente, se le pusieron unos brackets de un color claro que no resaltaban tanto en sus dientes. Para mi sorpresa, ella estaba contenta de haber dado el paso. Pero la primera noche casi no pudo dormir. No sólo sentía una extraña presión sobre sus dientes, sino que todo su rostro parecía estar padeciendo las inclemencias de ese aparato opresor. Los analgésicos no le ayudaron mucho. Fui a verla al día siguiente, y la noté muy desmejorada. Seguramente había pasado una noche atroz. Lo que me llamó la atención, cosa que hasta ese entonces nunca había notado, fue la sensación de que su ojo izquierdo estaba ligeramente más alto que el derecho. Pronto se convirtió en una certeza. Era casi imperceptible, y me causó gracia el hecho de no haberlo notado antes. Obviamente no le dije nada. ¿Qué sentido tendría si ni siquiera sus ojos implacables lo habían distinguido en 24 años?
Al día siguiente, sonó el teléfono por la mañana temprano; se había suicidado. Sólo me dijeron que algo horroroso le había ocurrido y que se había colgado de la luminaria que pendía del techo de su dormitorio. Inmediatamente partí rumbo a su casa, preso de cierto estupor incrédulo que no me permitía razonar ni sentir. Encontré a sus padres desconsolados; ni siquiera fueron capaces de explicarme lo que había sucedido, y un policía me sugirió que pasara a verla antes de que llegaran los peritos. Entonces subí las escaleras que conducían a la habitación del primer piso donde había ocurrido la fatalidad. El sonido hueco que producían mis pasos en la madera y los latidos de mi corazón que comenzaba a desbocarse compusieron en mi cabeza una discordante melodía ecléctica. Había otro policía parado a un lado del dormitorio de mi novia, que me miró de soslayo ni bien irrumpí en su campo visual. Accioné el picaporte y empujé la puerta con muchísimo miedo. Colgaba ofreciéndome su espalda, con su corto camisón de seda blanco, sus sensuales piernas desnudas, y su pelo color trigo un tanto alborotado. La rodeé con cuidado, fijando la vista en la cama deshecha donde tantas veces nos habíamos amado, y esquivando la silla desde la cual se había arrojado hacia el más allá. Finalmente la miré, primero con un ojo, arqueando una ceja y sin poder aún levantar la cabeza. Poco a poco fui cobrando valor. ¡Qué perversa jugarreta le había gastado el destino! ¡Con qué golpe certero la naturaleza había decidido atacarla en la esencia de su ser narciso! Sus ojos azules habían perdido la horizontalidad, ubicándose uno exactamente sobre el otro. Su nariz respingada había rotado como una perilla, y ahora inexplicablemente se atravesaba en forma horizontal en ese rostro inhumano. Y su boca, su perfecta boca... Sus labios permanecían en su posición original, provocadores y entreabiertos, y dejaban ver unos dientes simétricos, brillantes, perfectos, coronados por esos brackets delicados, casi imperceptibles, letales, que en sólo dos días habían dado una lección a ese ser narciso y egoísta que hasta hacía unas horas era mi novia.


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