lunes, 23 de mayo de 2016

"Sunny Rose y el vendedor de espejos" por Ariel S. Tenorio

Ariel S. Tenorio es Argentino y tiene 40 años. Se ha dedicado a la creación de relatos de terror y ciencia ficción desde su adolescencia. Muchos de sus relatos han sido publicados en revistas especializadas, antologías y fanzines. Recientemente su relato "Plasmatrón" fue traducido al francés para la antología de Ciencia Ficción "Hola Babel" dedicada exclusivamente a autores noveles latinoamericanos. También es miembro fundador del grupo de horror experimental "TheWax".

 También podés leerlo y bajarlo en formato PDF desde el siguiente enlace:

Mi nombre es Sunny Rose y tengo ocho años. Mis verdaderos padres me abandonaron cuando era pequeña y desde entonces he vivido en distintos orfanatos. Hace cuatro meses, una pareja de rancheros de Dakota del Sur vino a visitarme y se quedaron encantados con mi inteligencia y vivacidad. Me adoptaron enseguida, por lo que pienso que soy una chica afortunada.
La señora Jefferson (ella insiste en que la llame mamá, o al menos Mary, pero aún no lo he conseguido) es tan buena y agradable que hasta siento ganas de llorar cada vez que me habla. Ella, en cambio, no tiene problemas en demostrar sus sentimientos. La primera vez que le enseñé un dibujo en donde aparecíamos las dos de la mano en un enorme campo de trigo, se echó a llorar a lágrima suelta y durante un buen rato se dedicó a soplar sus mocos en un pañuelito. Después me explicó que el dibujo le había parecido hermoso y que lo guardaría en un lugar especial como si fuera un tesoro o una gran obra de arte.
El señor Jefferson (se llama Ephrain, (¿no es gracioso que alguien pueda llamarse Ephrain?) no es de hablar demasiado. Lo he observado durante todo este tiempo y me parece que es como una especie de broma o apuesta, o algo loco y tonto que no alcanzo a comprender. Quiero decir, no me parece posible que alguien sea tan hosco siempre. Aunque la señora Jefferson me ha jurado que no hay nada de malo en él, lo he observado y creo que me está gastando una broma. Creo que algún día llegará de su trabajo, me hará girar en sus brazos riendo y me dirá: Eres una tonta Sunny Rose, todo este tiempo te creíste que era un hombre apesadumbrado que no entendía el significado de las palabras.
La señora Jefferson, por su parte, adora las palabras. Ella habla y habla con total naturalidad y de todos los temas que se te puedan ocurrir. Durante la cena, por ejemplo, le describe a su esposo, con toda minuciosidad, la rutina de sus quehaceres mientras él ha estado ausente trabajando en los campos, de su predilección por las voces de Henry Haller y Melissa Stuart en el radioteatro de la tarde, de sus fervientes deseos de pasar un fin de semana con los primos del Oeste, del vuelo de los pájaros y la emigración de los patos y muchas otras cosas que ahora no recuerdo. Pero el señor Jefferson en vez de responder o mostrarse interesado, sólo gruñe y arroja monosílabos, y hay veces en que ni siquiera levanta la vista del plato. Pero no creo que sea un mal hombre.
Hubo una tarde en que estaba jugando en el porche, y sus botas de cuero se detuvieron a pocos centímetros de mi caja de lápices.
—Sunny Rose, toma. Hice esto para ti. —Dejó caer en mis manos un caballito tallado en madera y se alejó sin mirar atrás ni una sola vez.
—Gra... gracias.
Yo quedé con la boca abierta. Después, cuando su silueta se convirtió en un borrón sobre el camino, empecé a correr y a dar volteretas y hurras con mi nuevo juguete. En ese momento amé a aquel hombre más que a nada en el mundo. Pero mi felicidad terminó pronto. He sido huérfana y sé que la felicidad puede ser una rata tramposa.
El vendedor de espejos apareció una tarde por el camino, pero su presencia se anunció mucho antes en forma de destello luminoso. Un destello blanco y titilante, casi mágico, con el cielo turquesa de Dakota como un manto de otro planeta o de cuento de hadas. El sol parecía concentrarse como el haz de una lupa sobre ese punto que oscilaba y se acercaba.
—¿Ves eso? —le pregunté a Koko. El caballito apuntó su hocico en dirección a mi dedo—. Me pregunto que será. —Koko permaneció pensativo.
Al cabo de unos minutos, la silueta de un hombre empezó a tomar dimensión. Traía un extraño sombrero negro con un alto pico, y de su cuerpo colgaban una docena de espejos de muchos tamaños y formas. Los había redondos y ovalados, rectangulares, con curiosas formas de trapecio, algunos con marcos de brillante madera laqueada con incrustaciones de piedra, otros con armazones de metal: hierro forjado, bronce, y hasta oro.
Por mera curiosidad, corrí hasta la entrada del rancho y me dispuse a observar mejor a aquella extraña aparición. Koko pifió una y dos veces, dándome claras señales de intranquilidad.
—No te preocupes, Koko, sólo es un vendedor de espejos.
El hombre se detuvo junto a nosotros y ejecutó un ridículo bailecito.
—Buenas tardes hermosura ¿Cómo es que un angelito como tú anda vagando bajo los rayos de este sol impertinente?  —Tenía un acento extranjero. De repente se quitó su aparatoso sombrero y practicó una reverencia. Algo en la forma de su cráneo y la manera en que sus cabellos blancos se adherían a él me provocó un escalofrío.
—Sólo estaba jugando.
Una cara blanca como la leche se dividió con una fina línea de labios apretados.
—¿Jugando, eh? ¿Y a qué estabas jugando, si se puede saber?
Koko decidió que aquel hombre no le gustaba en absoluto, y yo pensé lo mismo. Daba la sensación de que debajo de todos esos espejos y oscuras ropas se escondía un cuerpo huesudo y torcido, como ese árbol en el límite del rancho que había sido alcanzado por un rayo y que permanecía de pie pero sin vida.
—Jugaba... con mi caballito... Eso es todo.
Cada vez era más difícil sostenerle la mirada, los ojos saltones tenían un brillo de sapo, eran ojos que hacían rebotar la luz del día como rechazándola. El vendedor de espejos se encasquetó su sombrero y miró a ambos lados del camino. Luego su horrible mirada se posó nuevamente en mí.
—¿Y dónde están tus padres, cielito? ¿Se encuentran tus padres por casualidad en la casa?
—No... Quiero decir, ¡sí! Mi madre... la señora Jefferson, ella está en casa. Ephrain trabaja en los campos, él fue quien talló a Koko, ¿sabe?  —Me temblaba la voz. No quería que él se diera cuenta de que le tenía miedo, pero no pude evitar que se me llenaran los ojos de lágrimas.
—¿Ephrain? ¿Por qué será que me suena ese nombre? —El vendedor de espejos se rascó el mentón y me guiñó un ojo, pero su expresión era taimada. Por un momento uno de sus espejos me arrojó la luz del sol en plena cara y me obligó a parpadear. En ese instante vi algo espantoso. Algo fugaz que cruzó a toda velocidad mi cerebro. Sentí un pánico paralizante, como una noche en el orfanato, cuando percibí el movimiento de una enorme araña en la almohada, a pocos centímetros de mi cara.
—Oiga... No me haga daño... Soy una niña huérfana y todavía no sé lo que es la felicidad —dije. Era una frase tonta, pero había surgido de mi boca espontáneamente.
El hombre me miró con desagrado y luego se largó a reír.
—¿La felicidad? Te aseguro que no lo sabrás jamás, querida.
Se acomodó las ropas y comenzó a alejarse por el camino con el mismo andar pausado. Cuando estuvo a una buena distancia levantó un brazo en señal de despedida. Los destellos de luz se fueron apagando a medida que se alejaba.
Ni Koko ni yo respondimos el saludo.
Esa noche la señora Jefferson llamó a la policía. Vinieron hombres de traje, hombres de rostros serios y pensativos que dieron vueltas por toda la casa. Hicieron muchas preguntas y uno de ellos se encargó de anotar con rapidez cada respuesta en una libretita.  
–¿Cómo estaba vestido cuando se fue? ¿Tenía algún problema con alguien de la zona? ¿Habían discutido recientemente? ¿Problemas de dinero?
La señora Jefferson lloró durante toda la noche.
Y al día siguiente.
Y al otro.
Poco tiempo después me envió de nuevo al orfanato.
Papá jamás volvió a casa.

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