sábado, 25 de junio de 2016

"Keshard prumar" por Marcelo Adrian Lillo

Marcelo Adrían Lillo es escritor argentino. Nació en Río Cuarto, Córdoba, el 1 de noviembre de 1968.Ha publicado sus trabajos en la revista literaria de la Universidad Nacional de Río Cuarto y en la sección literaria de Diario Puntal de la misma ciudad.
En noviembre de 2005 editó el libro de cuentos “Cuatro para la medianoche”, primer trabajo publicado con historias de su exclusiva creación, a través de la editorial CARTOGRAFÍAS de la ciudad de Río Cuarto, Argentina.
En Junio de 2006 publicó su primera novela titulada “El instigador”. Ha publicado varios libros y relatos en revistas del género. 
Desde agosto de 2009 publica regularmente y bajo contrato sus relatos en el diario PUNTAL de la ciudad de Río Cuarto, Argentina.
En “Cruz Diablo” tenemos el agrado de haber publicado sus relatos

(Podés también leerlo y bajarlo en formato PDF desde el siguiente enlace:

Revisaba por tercera vez el procesador de la computadora cuando sonó el teléfono. Sostuvo el destornillador entre los dientes y levantó la tapa del celular. Revoleó los ojos en un mecánico gesto de fastidio y pulsó el botón.
—Sí, ¿qué pasa, mamá?
—¿Qué pasa, mamá? —coreó el teléfono—. ¿Qué forma de atender es ésa?
—Es que ahora estoy un poco ocupado —dijo él, quitándose el destornillador de la boca—. ¿Qué necesitás?
—Nada. Llamé para saber cómo estabas.
—Ya te dije. Ocupado.
—No me refería a eso.
—Ya lo sé. —Y se rectificó en seguida—. Todo igual.
Paseó una errática mirada sobre la mesa. Tornillos, plaquetas y herramientas se desparramaban como fichas de varios rompecabezas juntos. Cuando tuviera que volver a ensamblar las partes, seguro que le quedaría alguna pieza sobrante y tendría que empezar todo de nuevo.
—¿Te hace falta algo? —continuó el teléfono.
—¿Algo como qué?
—No sé. Cualquier cosa. Me tenés muy preocupada.
—No te hagas tanto problema. En peores he estado.
—Eso lo dudo.
—Yo también —convino él—. ¿Podés esperar un segundo?
Sujetó el teléfono entre la oreja y el hombro y apoyó el destornillador en algún sitio debajo de la bobina, esperanzado de haber hallado el desperfecto. La herramienta se le resbaló y cayó entre la madeja de interruptores y de cables soldados, arrancándoles algunos extremos. Soltó una irascible obscenidad.
—¿Qué pasó?
—Nada, ¿qué va a pasar? Si ya tendría que haberme acostumbrado a esta suerte de mierda, ¿no?
—Bueno, no te pongas así, que llamé para ayudarte. ¿Querés algo de plata?
—No, gracias. Ya te debo lo del mes pasado.
—No importa. Puedo darte unos pesos más si querés. No me gustaría que vendieses el auto.
—¿Qué te hace pensar que voy a venderlo?
—Bueno, ya sabés que soy medio bruja.
Él suspiró. Lo único que le faltaba. Ahora empezaría a hablarle de todos sus delirios acerca del mal de ojo, sanaciones, tarot, velas y rosarios y curas de hogar. Por si no fuera suficiente con lo que ya tenía.
—Yo no pensaba vender nada.
Pero eso estaba tan lejos de la verdad como él de conseguir arreglar la condenada máquina que con imperdonable descuido se le había caído mientras movía el escritorio hacia la otra pieza para desocupar el estudio. Planeaba convertirlo en un cuarto para alquilar a algún estudiante o a otro infortunado solitario como él. Sería una habitación bastante cómoda, pensó al principio. Y al vaciarlo corroboró que en efecto sería muy cómoda, con tal que el inquilino midiera un metro diez y no le importara colocar toda su ropa en un par de cajas de cartón.
—Vamos, que te conozco bien.
—Bueno, y si quisiera venderlo, ¿qué? Ni siquiera lo uso. Ya no me alcanza para mantenerlo y hasta pensaba que lo mejor sería incendiarlo en un descampado para ver si puedo cobrar algo del seguro. Pero como ya les debo dos cuotas, ¿qué otra me queda?
—¿Y la plata de la indemnización?
Él lanzó una dura carcajada.
—¡Sí, cómo no! Con lo que me dieron y diez pesos más te podés comprar un bife y una cerveza en un boliche de la Terminal. Ocho años, ¿te das cuenta? —refunfuñó mientras trataba de rescatar el destornillador de las metálicas entrañas de la computadora—. Ocho años haciéndoles de puta a tiempo completo y cuando se les ocurre fusionarse con otra empresa me dan una hermosa patada en el culo a cambio de todos los servicios prestados.
—Dejá de hablar así, ¿querés?
—Es la verdad. Si apenas me alcanzó para ponerme al día con las cuotas de la hipoteca, y hoy me llegó el talonario para este año. Eso, aparte de las boletas, las deudas y el resumen atrasado de la tarjeta que voy a tener que refinanciar mañana a primera hora antes de que pase a manos del abogado. Y esa hija de puta que no para de pedirme para la manutención. Como si no supiera la situación que estoy atravesando.
—Bueno, eso es culpa tuya. Sabía desde el principio que no era para vos. Tiene el aura negra.
—¡Ay, por favor! No empieces con eso.
—Pero es cierto. Por más que vos te burles.
Él resopló. Extrajo el destornillador y leyó por centésima vez la cláusula de la garantía, como si no le creyera: LA MISMA NO SE APLICARÁ EN CASO DE NEGLIGENCIA O DE MANIPULACIÓN POR UN SERVICIO NO AUTORIZADO. Casi cuatro mil pesos le había costado esa máquina de porquería, la mitad de los cuales aún estaban impagos. Cuatro mil pesos, y al primer golpecito ya no había forma de hacerla funcionar. ¿Con qué iba a confeccionar su currículum para volver a los antiguos recorridos del desempleo que ya creía abandonados para siempre? ¿Con qué iba a calcular ahora cuánto le quedaba hasta que acabara en la indigencia? ¿Con qué se iba a hundir en las delicias del mundo informático para olvidar las miserias de éste?
—Mirá, de veras te digo que estoy ocupado. Si querés hacerte la mística, me parece que no elegiste el mejor momento. No tengo tiempo ni ánimo para esas cosas.
—Bueno, de eso no estaría tan segura.
—¿Cómo?
—Sé que ayer estuviste con tu hermana.
—¡Uf! Veo que los secretos son un pecado en esta familia.
—Sabés que para mí no hay secretos. Tengo bastante intuición. Como te dije, soy…
—Medio bruja. Sí, sí. ¿Entonces por qué no hacés algo para que me cambie esta puta suerte?
—Dejá de maldecir tanto. Ya veo por qué te van tan mal las cosas. —Y después—. Decime, tu hermana estaba con vos cuando se te cayó la máquina, ¿no?
—Sí, ¿por qué?
—¿Qué cosa dijiste cuando te diste cuenta de que se te rompió?
—Nada. No sé. ¿De qué estás hablando?
—Vamos, que no soy estúpida.
—No me acuerdo. ¿Qué importa?
—¿Querés que te lo recuerde yo? —preguntó el teléfono—. Keshard Prumar. Eso fue lo que dijiste.
—Bueno, ¿y qué? Es como cuando te martillás un dedo y empezás a bajar santos. Una forma de descargar la bronca, nada más.
—No seas tonto. Esto es diferente. ¿Cuántas veces te dije que ésa es una de las seis fórmulas que se usan para invocar al diablo? ¿O acaso no lo sabías?
—Por supuesto que lo sabía. Lo repetiste un millón de veces cuando éramos chicos.
—Muy bien. —Y la voz en el teléfono se volvió ronca, lenta y distante, como una púa sobre un disco cuando uno desenchufa de repente el aparato—. Entonces deberías saber que no es tu madre la que te está hablando.


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4 comentarios:

  1. Gracias por colaborar con tu relato, Marcelo. Un placer y privilegio poder publicarlo.

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    1. El honor es mío, Rogelio. A propósito, estoy en deuda con vos. Apenas salga de unos asuntos que estoy resolviendo me ocupo. Un abrazo. Larga vida a Cruz Diablo, :)

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  2. Buenísimo :) Una prosa impecable la tuya.

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    1. Gracias, Nati. Y usted tampoco se queda atrás, eh? Un gran abrazo.

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