jueves, 4 de agosto de 2016

EDITORIAL junio - julio 2016


Escribir para el hombre común.
Me siento sensiblemente seducido por aquellos escritores que escriben para el hombre común. Aquellos, incluso, que provistos de las armas necesarias para vencer a la mediocridad y alejarse de la vulgaridad, no hacen abuso de ellas. Plumas sublimes, de reconocida trayectoria, algunas, incluso, galardonadas con el Premio Nobel de Literatura, como es el caso del magistral Saramago, conocen muy bien de ello. Si no, lean, no “Ensayo de la ceguera” ni “El hombre duplicado”, lean tan solo “Las intermitencias de la muerte” y sabrán de que trata sobre lo que hoy estoy escribiendo. Un relato atractivo, misterioso, con un toque de humor particular, que nos pasea por una parodia de la vida común, que se presta para los análisis sociológicos más rebuscados sobre nuestra concepción de la muerte, pero que a su vez se presta para ser leído por casi cualquier lector. Claro que los representantes de la inquisición literaria no tienen el coraje para arremeter contra un hombre que exhibe el Premio Nobel de Literatura sobre la chimenea de su dulce hogar. No tienen, en cambio, miramientos para destrozar a exquisitos narradores de la ficción popular como Stephen King, Dean Koontz o Clive Barker. Ni que decir, de la bolsa de desechos en la que han arrojado a los genios de la ciencia ficción del siglo XX. Allí amontonan a Arthur Clarke con Phillip K. Dick, Vernor Vinge con  Gregory Benford, Ursula K. Le guin con Joanna Russ. Lo que le achacan al genio de Maine se lo podrían achacar a Saramago. Sé que si estas palabras llegan a ser leídas por los ojos que se consideren los equivocados, van a irritarse con protuberancias venosas a punto de estallar, horrorizados; se persignaran y luego echaran a la Cruz Diablo a la hoguera de las vanidades. Pero acaso ¿es Saramago el arquitecto de las letras, el ingeniero de la semántica y la gramática que muchos esperan? No, no lo es. Ese fue, por citar solo un ejemplo, Jorge Luis Borges. Saramago es un maravilloso narrador, sublime, un escritor que ha llevado la belleza de la prosa a estratos difíciles de alcanzar. Pero escapa el genio de Portugal al mandato de los inquisidores: “cuanto más difícil y rebuscado, mejor”. Voy a detener aquí el abordaje sobre Saramago, pues es tan solo un ejemplo, un patrón que me permita enaltecer esta editorial para ubicar a los grandes escritores de la ficción popular en el estrato literario que se merecen. Los escritores de los que hablo saben tomar las expresiones populares, alejarse un poco para embellecerlas, las embellecen con vestidos nuevos, dan unos retoques en lontananza, pintan el entorno con colores fantásticos, pero en esencia esas expresiones siguen perteneciendo al pueblo. Porque para estos escritores las expresiones y manifestaciones populares no solo son hermosas, sino que constituyen el principal acervo creador en sus cajas de herramientas.  Para los inquisidores de la Literatura, en cambio, las expresiones populares son vulgares y paupérrimas. Para enriquecer la prosa hay que extirpar las palabras “miserables” y reemplazarlas por vocablos refinados. En cuanto a la estructura del lenguaje, hay que alejarse lo más posible del empleado por la plebe, pues “cuanto más difícil y rebuscado, mejor”. No creen que un homo sapiens pueda desarrollar el arte de la narrativa hasta llevarlo a límites deslumbrantes. Eso es privativo de los homo literatus, una extraña especie que se desarrolla en los claustros universitarios de las grandes ciudades del mundo. Y eso somos nosotros por sobre todas las cosas: homo sapiens. Una compleja y fascinante especie perdida en la inmensidad del cosmos que desarrolló el arte de la narrativa durante decena de milenios de existencia, tal vez cientos. Nosotros, los narradores de lo “fantástico” somos los herederos genuinos de aquel germen creador. Cuando el hombre se dio cuenta que al nombrar al mundo podía modificar la realidad, cuando tomó conciencia de que podía conjurar sus temores más remotos a través de la palabra, comenzaron a parirnos. Acaso ¿no fue el terror, el miedo, lo que movilizó a los pueblos primitivos a construir narraciones sobre el peligro y la muerte? Escribía Michelet en La Sorcière (1862) “la fauna de las tinieblas procede del tiempo de la desesperación”. Para Frazer, por su parte, la fuerza más poderosa en juego fue “el miedo a los muertos”. Bien agrega Colombres el temor a la muerte, el incognito más allá de nuestro planeta, el hambre y las demás catástrofes que castigaron la vida del alba de nuestra especie. Entonces, los narradores de lo fantástico, los embajadores del miedo, los que soñamos con mundos lejanos e incluso con viaje a otras dimensiones, somos los que portamos la llama perpetua del fuego primigenio. Tal vez, existan aún por mucho tiempo los inquisidores, los que quemen nuestros libros en la tierra y nos confinen a nosotros a planetas lejanos, guareciendo a la tierra de la infestación de nuestras letras, pero tan solo hará falta que en algún recóndito lugar de la tierra alguien abra algún polvoriento libro que por azares del destino haya escapado al fuego de los inquisidores, para que nosotros renazcamos una y otra vez en este mundo. Seremos, entonces, como el ave fénix de la narrativa maldita. Jamás podrán extinguirnos. Por fortuna para este mundo, son muchos, en verdad muchos los que hoy eligen los géneros proscriptos.
Rogelio Oscar Retuerto
Director de “Cruz Diablo”



3 comentarios:

  1. me encanto Rogelio, comparto completamente lo que decis, saludos!

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  2. Necesarias palabras y directas al corazón del asunto, Rogelio. Pareciera que desde las sombras, poco a poco comienza a gestarse una revolución. Tu editorial me recordó en parte a "los desterrados" de Bradbury, habrá que ver. Por lo pronto, somos muchos los que elegimos los géneros proscriptos. Cada vez más.

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  3. Excelente articulo. "Jamás podan extinguirnos..."

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