miércoles, 18 de enero de 2017

"En el fondo de todas las cosas" Por Pablo Cazaux

Pablo Cazaux nació en Avellaneda en 1967. Publicó seis novelas y resultó ganador y finalista en varios concursos de cuentos. En 2016 resultó ganador del Premio Tristana de novela fantástica.
Uno de los temas que aborda Cazaux en su obra es la cuestión de la identidad. Buscada desde todos los ángulos, la identidad se cuela en los textos en los que los personajes buscan por cualquier medio saber algo de ellos mismos. Por otro lado, la violencia como situación irremediable está presente en sus obras.
·         2016, Ganador del 1º premio del IX Concurso Tristana de novela fantástica, Ayuntamiento de Santander.
·         2014, Finalista del concurso de novela negra Cosecha roja-JPM Editores, con la novela “Carver” (Finalmente editada en 2016 por esta editorial en España)
·         2013, Finalista del concurso de novela negra de Extremo negro, de la editorial Del Nuevo Extremo, con la novela “Demasiadas manos para un cadáver”.
Otras obras publicadas:
·         “Ejército de Ángeles” (novela), publicada con el apoyo del Fondo Nacional de las Artes y de la SADE.
·         “Milagro en el Guadalupe” (novela), publicada por Navarro Bravo Editores.


"En el fondo de todas las cosas"
Relato ganador del certamen 30º aniversario de la publicación de "It"
Forma parte del número especial que puedes descargar completo en PDF desde el siguiente enlace:

    Ahora Julio me da la razón, pero igual no sirve. Lo que hicimos ya está  hecho y, en todo caso, la cuestión es ver cómo seguimos.
        Está  lloviendo. El agua es invasora. Está por todos lados, anegando el camino de tierra, convirtiéndolo en una ciénaga peligrosa, carcomiendo la madera como un ratón, llenando la casa de humedad y bichos. Es muy triste, casi descorazonador. Vuelvo a mirar hacia el fondo, hacia donde los árboles marcan el límite de nuestra propiedad. Como si allí hubiese alguna clase de imán que atrae las miradas; o porque en ese lugar andan los perros olisqueando el pasto mojado. Cuando encuentro esos ojos que me miran a través de la ligustrina doy vuelta la cara, o me tapo con las manos. Porque sé que esto no tiene fin, que no hay forma de acabar.
       

    Julio y yo nos casamos hace cinco meses. Aunque fue todo muy repentino, estoy segura de Julio, de lo que hicimos, de dejar todo y buscar una casa en un pueblo lejos de la ciudad, de nuestros padres. Julio es médico. Yo no soy nada. Soy la que lo espera con la cena y la que pone un poco de sentido común a las cosas. No es mucho, pero quién sabe. Julio es demasiado crédulo. Quizás por eso le vendieron la casa con tantas goteras y humedad.
           Nos mudamos hace dos meses, en abril. Julio cambió el auto por una camioneta; trajimos el equipo de música y una pila enorme de discos: mucho jazz y música clásica, bastante de Serrat y el resto de Rock'n Roll; trajimos los libros y las cacerolas y los acomodamos en un aparador que no tenía puertas. Pensamos que la cosa era arrancar. Como un desafío. Partir de la nada y llegar a algún lado. Internarse en un bosque y jugar a encontrar la salida. Como un cuento. Pero no pensamos en las consecuencias. Porque uno nunca piensa en las verdaderas consecuencias cuando hace las cosas. Así que dijimos: este es el principio. Y nos creímos nuestras propias palabras.


    En ese principio estábamos nosotros: Julio, yo, los perros. De alguna manera eso significaba espacio y tiempo, nosotros frente al mundo, desafíos y proyectos, la camioneta que no arrancaba, el perro que ensuciaba el sillón, el reloj que atrasaba diez minutos, las colillas de cigarrillos desparramadas en el piso, cartas escritas entre pausas de amor a los amigos de antes, la comida cocinada por nosotros. Rutinas sin trascendencia. Cosas que uno no contaría por miedo a aburrir. Sin embargo, ese era nuestro mundo, donde las cosas cobraban otra dimensión, se hacían importantes. Por ejemplo, sentir el ruido de la camioneta que llegaba y correr a abrir el portón; esconder a los perros para que no se metieran debajo de las ruedas. En esos momentos éramos Julio y yo, mientras que el resto se disolvía como un sueño. Pero eso no duró mucho. ¿Una semana? ¿Dos? Yo creo que ni siquiera un día. Yo creo que Adrián comenzó a observarnos desde el momento en que pusimos un pie en esta casa.
Así que hay dos principios. El nuestro y el de los otros.


   La casa es lindera con la de Clara. Nos separa una ligustrina repleta de agujeros y un portón de alambre que hizo poner el dueño anterior. Clara se presentó como nuestra vecina y detrás apareció Adrián, su hijo. El chico tenía veintitantos años y un retraso mental notorio. Lo supe en cuanto dijo hola, en cuanto abrió su boca y dijo hola con esa voz tan lenta y pegajosa supe que Adrián no me gustaba. Es la verdad. Tampoco me gustó Clara, y con el tiempo llegué a la conclusión de que no me gustaba nadie. Mabel por ejemplo, que con la excusa de usar el teléfono o de esperar una llamada se aparecía cada dos por tres para vernos de cerca, para preguntar por qué teníamos tal cuadro o poníamos el sillón contra la ventana. Al poco tiempo trajo una amiga que se llamaba Gladys, y en horas interminables me contaban sus estúpidas vidas pueblerinas, su mundo en miniatura. No era muy diferente del mío, pero yo no preguntaba. Yo no quería saber. Ellas, en cambio, podían describir mi casa con los ojos cerrados: sabían dónde estaba el café y la leche en polvo, el papel higiénico; con qué botón se encendía la televisión y qué discos estaban rayados. Me preguntaban por qué no me ponía el pullover con rombos que había usado la semana anterior, o por qué Julio llegaba a las nueve si salía del hospital a las ocho.
            Yo trataba de explicarles. Aceptaba el juego por miedo a que me rechazaran. Permitía que tomaran el álbum de fotos y miraran las intimidades de nuestro casamiento: el hotel barato de Córdoba que nos albergó en la luna de miel; fotos de secundaria, de amigos, de lugares que ellas sólo vieron en televisión, o ni siquiera eso. Pero en el fondo no les importaba. No escuchaban mis explicaciones. Saboreaban el poder que les confería espiar nuestras vidas para poder salir a contarlas.
             Julio decía que era el precio que teníamos que pagar y sonaba bastante lógico. Ya no había forma de salirse. Es entonces cuando una se entrega a la paradoja de existir sin existir. Es sencillo. Ellos sabían que estábamos, conocían nuestros nombres y la profesión de Julio. Pero al mismo tiempo no éramos nadie, no lo seríamos nunca si no aceptábamos sus rituales casi infantiles. Y aceptamos sin saber dónde decir basta.


    El pueblo nos vio llegar como lo que éramos: dos extraños que confundieron el paraíso con un pueblo alejado del ruido. El vacío que nos hicieron fue tan grande que por un momento pensamos que nos arrastraría hacia la nada. Éramos nosotros los que teníamos que abrir nuestras puertas para escucharlos. Éramos nosotros los que teníamos que ofrecer la leche para el nene o el teléfono. Éramos nosotros, y a la vez no éramos nadie. Porque todo eso se terminó convirtiendo en una obligación. Si Alfredo, el marido de Mabel, estaba aburrido en la casa, venía a invadirnos a cualquier hora de la tarde. No le importaba que yo estuviera sola fregando los pisos o mirando la tele. Él entraba, se acomodaba donde le viniera en gana y esperaba el café caliente. Yo lo preparaba bien al principio y frío después. Me enfermaba sólo de verlo porque la hora no se pasaba nunca escuchando las historias absurdas de ese imbécil que se creía dueño de todo sólo porque tenía más antigüedad que nosotros. Mi obligación era escucharlo. Con el odio brotándome como espuma lo escuchaba. Sabiendo que el día anterior había molido a palos a su mujer por un motivo que ninguno recordaba, pero que seguramente era justificado. Ese era el precio.


   Hasta que un día descubrí que la invasión no sólo consistía en venir a cualquier hora y controlarnos; en meterse en la casa y atender el teléfono cuando estábamos afuera, o espiar por la ventana de nuestro cuarto un domingo a la mañana con la excusa de pedirnos la bicicleta. En la invasión también participaban aquellos que nunca veíamos. Lo descubrí esa tarde que estaba leyendo un libro en el fondo, tomando el último sol del otoño, y por casualidad giré la cabeza hacia la ligustrina y vi los ojos que estaban fijos en mí. Me radiografiaban con paciencia.
    Me levanté de un salto, corrí a la casa, cerré la puerta y me puse a llorar. No podía hacer otra cosa que llorar porque ya no aguantaba más; porque sabía que cuando saliera los ojos seguirían allí, fotografiando mis movimientos, mis expresiones. Y así fue. Por más que corrí hacia ellos, no se movieron. Eso me asustó. Esos ojos no obedecían a la naturaleza, no se modificaban al ser descubiertos. Sólo reaccionaron cuando Clara gritó el nombre de Adrián. Se cerraron. Se abrieron y volvieron a cerrarse. Luego desaparecieron.
     Esa noche se lo conté a Julio y le hice prometer que hablaría con Clara. Le dije además que podía soportar muchas cosas menos las miradas de un retrasado que se esconde y no se asusta. Julio dijo que era hora de poner límites, que ya habíamos hecho suficiente para que nos aceptaran. Yo estuve tan de acuerdo que hasta me sentí feliz.
                 Pero esa sensación duró poco. Después empezaron las lluvias.


   Un miércoles a media tarde comenzó a llover. Como todas las lluvias, primero gotas gordas que se van afinando con el paso de las horas hasta convertirse en una masa sólida. Llovió toda esa noche y también el jueves y viernes. Era permanente, sin interrupciones. Poco a poco el pueblo se fue transformando, confundiéndose los pedazos de campos vírgenes con las zanjas rebosantes, convirtiendo cada esquina en una trampa. Ahí fue donde se notó que éramos como extranjeros.
                  El sábado a la mañana tuvimos que salir a comprar comestibles. La camioneta no podía atravesar esa inmensa laguna que era la calle, así que fuimos a pie a traer lo que pudiéramos cargar. Apenas salimos el tipo de la esquina estaba diciéndonos por dónde teníamos que pasar, dirigiéndonos como ganado. Él conocía el trayecto seguro. Así que con el agua hasta las rodillas seguimos la ruta trazada por el vecino y avanzamos unos metros. Enseguida nos dimos cuenta de que en la otra esquina había otro vecino esperándonos para lo mismo, y así en todas las esquinas de este asqueroso pueblo. Todos sabían que nosotros veníamos en camino y salían a divertirse un poco, a decirle a los forasteros cuál era el camino que había que tomar, a matar el tiempo y el aburrimiento con esos dos extraños cargados con bolsas que suplicaban una orientación. De paso, les debíamos un favor. A todos ellos les debíamos nuestra vida.
               Al volver tiramos todo sobre la mesa, nos desnudamos e hicimos el amor en el piso húmedo. No porque tuviéramos ganas, sino como una forma de supervivencia, o porque sentimos que eso era lo único que podíamos hacer solos. Pero no hay soledad en un mundo tan pequeño. Tras el vidrio chorreante de agua, más allá, detrás de los pinos, algo se movió. Lo vi como un reflejo de sol o como una linterna prendida en la oscuridad. Algo había atravesado la ligustrina y se movía entre los  árboles. Grité lo más fuerte que pude y Julio salió desnudo, fuera de sí, corriendo entre los charcos, resbalando a cada paso pero con la decisión de alcanzar al invasor. Yo pegué la cara al vidrio, ocultando mi cuerpo con las manos, y vi cuando Julio caía de espaldas en un charco de agua y se levantaba todo embarrado. Vi también la figura de Adrián, borroneada por el agua, que se metía por un agujero de la ligustrina y desaparecía como un fantasma. Julio avanzó como pudo, agarrándose del aire, hasta que se detuvo mirando el piso. Cuando volvió me dijo que el pozo del fondo se estaba desmoronando. La parte del centro se había hundido y llenado de agua.
              

    El domingo siguió lloviendo y parecía casi lógico, como si la lluvia fuese la consecuencia de algo. No teníamos hambre así que no comimos. Nos quedamos uno junto al otro tratando de mantener el fuego para sacarnos la humedad de la piel. A la tarde vinieron Alfredo y Mabel, se sentaron con nosotros y empezaron a hablar. Nosotros no escuchábamos, simplemente asentíamos mientras echábamos otro pedazo de madera en la estufa. Veíamos las caras de esa pareja como a través de un vidrio esmerilado. Las facciones cambiando de forma de acuerdo a la posición de la luz. Los mentones alargados, las frentes abultadas, los dientes como colmillos. Figuras inhumanas que nos prestaban su infierno por un rato, que nos dejaban  subir a sus juegos.  Así nos enteramos de que el director de la escuela abusaba de algunos alumnos; que el Intendente era el dueño del prostíbulo; que en el hospital se practicaban abortos si uno sabía a quién pagar. Un par de horas después, cuando el repertorio se había agotado, Alfredo dijo que teníamos que hacer algo con Adrián. Yo me estremecí y Julio preguntó por qué.
               Lo poco que pudimos sacar en limpio fue que Adrián había quedado idiota de los golpes que le dieron sus padres desde que nació y que no les alcanzó con deformar al chico, sino que además lo violaron sistemáticamente todos los miembros de la familia. El padre, que murió hacía dos años de cáncer, el tío, y Clara, la madre. La que, según todo el pueblo, desde la muerte de su esposo se ensañó mucho más con su hijo, acosándolo todas las noches y castigándolo después.
             Dicho esto se fueron, dejándonos en la boca tantas preguntas que apenas si pudimos hablar entre nosotros. Así que esa misma noche, cuando Julio parecía dormido, me levanté, me puse el piloto y salí al parque. No me importaba el agua acumulada ni la que caía. No me importaba caminar en esa oscuridad de ciego. Solo caminé, descalza, enterrándome en el barro hasta llegar a la ligustrina y pasar del otro lado. Por primera vez sentí esa sensación de pertenencia. El agujero en la ligustrina no era sólo el pase a esa dimensión vacía que veíamos día tras día, sino una señal clara que indicaba nuestra obligación de vecinos. Lo atravesé.
                La luz de la ventana era la única luz de la casa y yo me sentí atraída como un insecto. Pegué la cara al vidrio, la nariz y las pestañas chorreantes de agua fría, vi una habitación de paredes descascaradas y manchadas de humedad, una mesa vacía con dos sillas, una cama de hierro con el colchón desnudo y Adrián. Miraba hacia la puerta, hipnotizado por el miedo de saber lo que estaba por ocurrir. Lo sé porque yo también lo sentía. En ese estado de comunicación, se dio vuelta y miró hacia la ventana como si supiera que yo estaba ahí. Atravesó el cuarto, volteando la cabeza de tanto en tanto, hasta que llegó al vidrio y apoyó su cara deforme contra él, contra mí. Nuestras caras casi se tocaban, apenas separadas por una fina capa de vidrio líquido. De pronto se sobresaltó. Miró por encima de mi cabeza y retrocedió hasta la cama. Yo también retrocedí, impulsada por ese rechazo de imán, hasta que choqué con el cuerpo de Julio. Estaba parado detrás de mí, mojado como yo pero desnudo, en su mano derecha tenía un cuchillo de cocina y en la izquierda el bisturí. No hizo falta hablar. Los dos sabíamos lo que ellos querían de nosotros. Esperamos a que Clara entrara en la pieza y obligara al chico a desnudarse. Recién entonces dimos la vuelta y nos metimos por la cocina. Estaba oscuro. No tenían muebles. Ni siquiera un secreto que fuera sólo de ellos. Seguimos por un pasillo hasta la pieza de Adrián. Abrimos la puerta. Clara no nos vio. Estaba desnuda sobre el cuerpo de su hijo, que hacía un esfuerzo descomunal por soltarse. Yo la agarré del pelo. Puse toda mi furia en eso, mientras Julio cortaba al monstruo en pedacitos.


La lluvia siguió, sigue, y seguirá. No sé cuánto más. No tiene importancia. Porque los ojos de Adrián siguen allí, detrás de la ligustrina, mirando lo mismo que miro yo. Mirándonos sin preocupaciones, sin tiempo en el medio, sólo el agua, o al perro que mordisquea una mano que acaba de encontrar en el pozo derrumbado.



   

2 comentarios:

  1. Felicitaciones Pablo cazaux. Un orgullo para nuestra revista. Ganador de nuestro certamen y del Premio Tristana Novela Fantástica 2016 en España. Un verdadero honor publicarte.

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  2. Muy buena historia, felicidades por el primer premio. Un placer publicar esta prosa.

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