domingo, 22 de enero de 2017

"Infestación" Por Gabriela A. Arciniegas

(Bogotá, 1975). Nieta del historiador americanista Germán Arciniegas (1900-1999). Es novelista, poetisa, cuentista, ensayista, traductora. Graduada en Literatura (Javeriana, 1999), especialista en Docencia Universitaria (U. de El Bosque, 2007) y Magistra en Literatura Latinoamericana (U. Javeriana, 2013). Hizo parte del colectivo La Comunidad del Megáfono en Bogotá. Fue docente de literatura en la Universidad Jorge Tadeo Lozano y en la Universidad de la Sabana de Bogotá. Conferencista en la Jorge Tadeo Lozano y en la Universidad Nacional de Colombia. Ha trabajado como correctora de pruebas para Editorial Planeta, como coautora de la colección Hipertexto de textos escolares, Editorial Santillana y como traductora portugués-español para Taller-Rocca Ediciones.

En novela es autora de “Rojo Sombra”, 2013, seleccionada dentro de los cinco libros recomendados por la revista Diners, Colombia, para leer en Halloween (2016). Su novela "Legiones de luz" (aún inédita) fue finalista del I concurso Gregorio Samsa de novela corta en 2016. En poesía, publicó “Sol Menguante”, en 1995, y “Awaré”, ganador del concurso de Ediciones Embalaje del Museo Rayo, 2009. Participó en La Noche Blanca de Granada de la que se publicó la antología “La luna en verso” en 2013. Su libro "Lecciones de vuelo" fue publicado en 2016. En cuento, partcipó en la antología "Cuentos cortos", como finalista del Concurso El Tiempo y Panamericana, 2001. Participó en “Señales de Ruta”, 2008, “Ellas cuentan menos” (minicuento), 2011 y "13 relatos infernales" 2015 entre otros. Autora de "Bestias" (libro de cuentos), en 2015. Su cuento "Infestación" fue finalista del concurso "30o aniversario de IT de Stephen King", Revista Cruz Diablo de Argentina, 2016. Declarada por la revista Cromos de Colombia como la pionera de la literatura de terror en Colombia. Actualmente está radicada en Chile.

"Infestación" obtuvo una mención especial en el certamen 30º aniversario de la publicación de "It". Forma parte del número especial de Cruz Diablo. Puedes descargar el número completo desde el siguiente enlace: https://goo.gl/pBAvMF

No lo supo Carla, la hija mayor, que venía más pensando en los ojos fríos de Juan cuando ella le dijo: no me puedo ir sin antes decirte que te quiero. No lo supo Pedro que, aún tan lejano al mundo de los grandes, aunque parecía no querer más que el carro que le había hecho su papá, se sabía enfermo. No lo supo Lidia, quien luchaba porque Pedro no se quedara atrás. Temía que su hijo fuera atropellado por los hombres del trasteo que venían pujando, apenas pudiendo cargar los muebles. Tampoco lo supo la criatura que Lidia cargaba con el otro brazo y que aún no tenía nombre. Fernanda sí lo sabía, pero lo había callado. En todo caso nadie se fijaba en ella. Se levantaba, ayudaba a la señora Candelaria en la cocina y luego se ponía a hacer aseo, cuarto por cuarto, sala por sala, pasillo por pasillo. Le gustaba tener una rutina. Comenzaba de izquierda a derecha. Los lunes hacía la parte social, los martes, la parte privada, los miércoles se dedicaba exclusivamente a desempolvar las porcelanas, quitarles las telarañas a los cuadros y a las lámparas. Los jueves eran para limpiar a fondo baños y cocina. Los viernes, para brillar la plata. Los sábados lavaba toda la ropa, los domingos tenía día libre para ir a misa y rezar por el niño Pedro que cada vez estaba más malito y por la criatura que les había nacido a los patrones en el barco. También rezaba por su propia criatura que ya debía estar grande, y por su esposo y su mamá que se habían quedado en la otra orilla del océano. Los lunes sacaba un rato para planchar, doblar y guardar. En esos quehaceres, uno de esos días, los vio.
Al principio pensó que eran hojas secas que el niño Pedro había entrado cuando nadie lo veía. El pobre se aburría tanto ahí encerrado que a veces no se aguantaba y se pegaba sus escapadas. Luego entraba con cosas a la casa. Un día había traído un pájaro muerto. Otro día le pidió a Fernanda una caja de fósforos porque había encontrado una abeja muerta y había decidido comenzar un cementerio. Así dijo, comenzar. Porque no quería ver a las pobres abejitas ahí tiradas en cualquier parte sin recibir una sepultura apropiada. Fernanda pensaba que Pedrito en realidad se estaba preocupando por su propia muerte, pero se lo callaba.
Entonces cuando vio el primero, iba a aspirarlo con la mugre pero algo la hizo detenerse y se quedó quieta mirando esa cosa que parecía una hoja seca y no era. Se acercó sin apagar la aspiradora, se acuclilló y acercó la cara. Su segundo pensamiento fue que era un insecto que había entrado a la casa y se había muerto de hambre. Eso parecía. Una tijereta, un cucarrón. Se veía oscuro y opaco, medio envuelto en telarañas. Pero lo tomó con los dedos y lo llevó hacia la luz para verlo en detalle y no lograba saber qué era. Hasta que le vio la cabeza, la cara ínfima, los párpados sellados, los brazos y las piernas apretadas contra el cuerpo como si tuviera mucho frío. El gesto. Como las momias que había visto en la tele, pero del tamaño de un dedo y con alas. Unas alas como de cucarrón, cafés y brillantes. Lo soltó con un gritico. No era asco, era incapacidad de entender lo que tenía en la mano. El bicho cayó al suelo con un chasquido como de papel de dulce y ella le puso el tubo de la aspiradora hasta que oyó cómo subía y bajaba por la garganta de la máquina.
Unos días después encontró otro. Igual al primero. Mismo color, misma pose. Ya más tranquila se preguntó si acaso era una especie de gorgojo que no había visto antes.

***

Lidia agarraba el cuerpo frío de Pedro y no sabía qué más hacer para reanimarlo. Le frotaba la espalda, le pasaba vick vaporub. El inhalador no le había hecho nada. Los labios se le habían puesto azules. Tenía los ojos en blanco y su cuerpo se desgonzaba en los brazos como uno de esos muñecos antiguos de porcelana, esos que tenían los miembros unidos al cuerpo con garfios de metal. El médico no va a alcanzar a llegar, se repetía, mareada ya de tanto forcejeo y de tanta impotencia.
Llamaba a Carla y la voz le salía como un chillido. Carla vino corriendo con un gruñido que terminó en un suspiro. Venía con el periódico del día para ponerle a Pedro sobre el vick. Lidia se lo rapó casi sin mirarla. Carla estaba harta de esa actitud de su mamá cada vez que le daba una crisis a su hermano. A veces le daban ganas de llegar en la mitad de la noche con una almohada y asfixiarlo. A veces pensaba que el niño lo hacía a propósito para hacerle la vida más miserable de lo que ya era. Llegó Fernanda seguida por la señora Candelaria, la una trayendo la olla hirviendo con agua de eucalipto y sábila; la otra, toallas y una vasija con barro. Venían corriendo y Lidia creyó oír a alguna de las dos sollozar.
Cuando llegó el doctor, empapado por el aguacero que caía, encontró el cuarto del niño hecho la visita de una banda de hechiceras. La más vieja rezaba al tiempo que sacudía una rama de eucalipto mojada a unos centímetros de la cara del niño, otra le frotaba con barro el pecho, otra lloraba como una plañidera por todo el cuarto, la menor sostenía al bebé en los brazos y refunfuñaba por lo bajo.
Me hacen el favor y se salen del cuarto y se me llevan todo esto. Sólo quiero a la madre y al niño, dijo. Las tres, Fernanda, Candelaria y Carla con la criatura se quedaron afuera en el pasillo. Carla se sentó en el viejo escaño al lado de la puerta y fue cuando ella vio uno por primera vez. Tieso, oscuro, opaco y comprimido como el que había visto Fernanda hacía ya un par de semanas. En medio del caos se le ocurrió decir: Fernanda, ¿usted sí ha limpiado por aquí?, mientras apuntaba hacia el bicho muerto. A Fernanda le saltó el corazón.
En algún punto del corredor caía una gotera.


***

Pedrito ya estaba mejor. La inyección le había hecho efecto. O quizá había sido el regaño que el doctor le había pegado a su madre, que hasta la había hecho llorar. El doctor le había dicho muy bravo que si era que quería matar al niño, que se dejara de remedios caseros y más bien mantuviera en la casa el bromuro, el beta y los inhaladores como correspondía y le diera las dosis de los remedios como debía ser. Ni siquiera la había dejado hablar para que le explicara al hombre lo juiciosa que era con eso y lo duro que le había dado verlo de repente agonizando a pesar de todos los cuidados que tenía con él. Pero el doctor, un muchacho joven que venía de la ciudad a hacer el rural al pueblo, detestaba que lo llamaran a una emergencia fuera del puesto de salud. Y más aún, que fuera para encontrarse con un aquelarre como el que le había tocado ver. Así se lo había dicho. Lidia odiaba a los médicos por eso, porque olvidaban el verdadero origen de la medicina: la magia. A Pedrito en todo caso esa discusión le había dado igual. Desde hacía un año había incubado la certeza de que moriría pronto, sin importar qué clase de remedios usaran en él.

***

A Carla la despertó un ataque de tos. Estaba oscuro todavía. Tenía la garganta seca y un sabor a serrín. Se levantó. Le ardía respirar y le ardía tragar. Se fue al baño y puso la boca bajo la llave del lavamanos. Bebió hasta que le dieron ganas de orinar. Casi cayéndose del sueño, le vinieron a la mente imágenes entrecortadas del sueño que había estado teniendo antes del acceso de tos. Juan. La estaba besando en una iglesia. Estaban detrás del altar y podían ver hacia el público. Por alguna razón estaban elevados, a mitad de camino entre el suelo y la cúpula. La luz de los vitrales se derramaba sobre ellos como un encaje de luces. Estaba muy somnolienta para someterse al esfuerzo de llorar. Mañana a primera hora voy a llorar, y lloraré mis ojos, se dijo y se levantó de la taza.

***

Lidia encontraba en la jardinería un descanso de todo lo que significaba el cuidado de Pedro y aguantarse las crisis neuróticas de su hija adolescente. Su marido le pedía paciencia, le decía que eso era porque el cerebro estaba despegando, como una pequeña planta, a una velocidad diferente de su cuerpo, y las hormonas más rápido que todo lo otro junto. Pero eso era porque él nunca estaba para recibir las consecuencias de ese crecimiento disparatado.
Amaba las rosas. En cada casa que había habitado había cultivado rosas. Amarillas, rojas, carmín y escarlata. Apenas se había instalado en ésta, se había encargado de plantar rosales. Los había hecho florecer. Se sentía orgullosa de eso. El día anterior había despegado el último botón entre los amarillos. Esa mañana sólo podía sentir desconcierto y un cansancio inmenso. Las lágrimas se le vinieron a los ojos al ver todos sus rosales devastados. Las flores y las hojas llenas de agujeros, los tallos quebrados, pétalos roídos apilados en el suelo, sobre uno de ellos, regordete, quieto, oscuro, lo vio. Se iba a agachar a mirarlo mejor cuando oyó un grito desde dentro de la casa. Corrió a la cocina. No queda nada, decía la señora Candelaria, no queda nada. Todas las alacenas estaban abiertas de par en par, los sacos de arroz, de papa, las cajas de avena, la harina desparramada por el suelo. Qué vamos a comer, gritaba Candelaria, qué vamos a comer.

***

Pedro tosía cuando Fernanda llegó al cuarto con la ropa aún tibia para guardarla en la cómoda. Al principio pensó que el niño se había pegado una de esas atoradas intempestivas y esporádicas que le sucedían a veces con saliva o con el polvo, pero siguió tosiendo y parecía estarse convirtiendo en una crisis de asma. Así que la mujer soltó la ropa y fue a verlo. Comenzó a darle palmaditas en la espalda. Fue entonces cuando el niño se inclinó, cubriéndose la boca con las manos, y empezó a hacer ruidos con la garganta como si se hubiera tragado una espina. Fernanda lo vio retirar las manos cóncavas de la boca y ambos se quedaron perplejos observando lo que había arrojado por la garganta: sangre, y empapado en ella, un bicho. Al comienzo, quieto. Luego movió las patas, las hizo vibrar, se paró sobre la piel replegada, sacudió las alas y salió volando por la habitación, el insecto humanoide. No le digas a mamá, le dijo Pedro. Ella salió corriendo a perseguir al bicho, agarró una de las camisas que traía y la voleó con fuerza. Creyó oír un ruido seco, el zumbido dejó de oírse, buscó por el suelo, en las cortinas, en la mesita que había en el corredor y no vio nada.
Esa noche Lidia despertó al oír un ataque de tos en la pieza de Pedro, al lado de la suya, y como el bebé se despertó con el ruido tuvo que llevárselo con ella. Daba pena verlo tosiendo así, parecía que iba a expulsar los pulmones y hasta el hígado. La sangre salpicaba por todos lados y entre los gritos de Lidia y los del bebé todos en la casa terminaron por despertarse. Estaban rodeando a Pedro, impotentes, cuando la bandada de insectos salió por su boca y le sacó los ojos de las cuencas. Toda la habitación se volvió un nubarrón vibrante de zumbidos. Los insectos buscaron orificios húmedos y tibios por donde meterse. Fernanda, que tenía un sueño pesado, estaba apenas subiendo la escalera cuando oyó el alboroto y alcanzó a devolverse corriendo. Carla venía detrás gritando y manoteando, por poco no cayeron las dos por la escalera. Fernanda atravesó el vestíbulo, se volteó hacia la niña antes de abrir la puerta y la vio cubierta de esos horrorosos seres que aleteaban nerviosos sobre la ropa y la piel. No pudo evitar gritar, espantada y cerró la puerta antes de que la niña saliera.
Pasó la noche en el cuarto de las herramientas. Al otro día se despertó con mucha sed. Se dio cuenta de que, a pesar de la angustia, el sueño finalmente la había vencido. De los gritos y los zumbidos frenéticos de la noche no quedaba nada. Los pájaros cantaban como si fuera un día cualquiera. Fernanda, después de pensarlo mucho, fue hacia a la casa. Pensó en la forma en que había reaccionado. ¿Por qué no fui capaz de salvarla?, se dijo. ¿O acaso había sido un sueño?
Abrió la puerta y entró. Todo estaba en el más sepulcral silencio. Los insectos, con sus caras humanas y sus alas oscuras yacían en el suelo, de espaldas, quietos, como cucarachas envenenadas. No se atrevió a llamar, como si su voz fuera a despertar a esa horda de invasores. Entonces se fijó en un montículo en medio del vestíbulo, cerca a la escalera. Parecía una estatua de madera. La piel seca, arrugada, formando surcos. Carla. Con su pijama y sus pantuflas, tenía los brazos cubriéndole la cara y se alcanzaba a ver la boca en un grito silencioso.
Tuvo que andar con cuidado. Le daba náuseas el pensar cómo se reventarían bajo el peso de su cuerpo. Llegó a la escalera, los escalones también estaban llenos de ellos, y las barandas. Con asco los fue apartando con la punta de los pies, los cadáveres iban cayendo con un chasquido, a veces rebotaban contra los otros. Al final llegó arriba. Entró al cuarto de Pedro. En realidad no entró. Se quedó en el umbral. La luz entraba a través del velo de la ventana. Las alas interiores de los insectos, asomando bajo las exteriores, translucían sus venas en tonos marrón y tornasol. De perfil, al lado de la cama, estaba Lidia con el bebé, como una Virgen con el niño, ambos ancianos, grises, como esculturas talladas en árboles muertos. Ella con la cabeza levemente inclinada hacia adelante, la criatura con sus brazos alzados, las manos diminutas, crispadas por un dolor ya ido, los orificios de las orejas y la boca agrandados y deformes, los ojos otros orificios, el interior del cráneo, vacío. Del otro lado, la señora Candelaria contra la pared, con los brazos encogidos, los dedos empuñados, la cabeza girada hacia un hombro, toda la cara carcomida. En la cama, acurrucado en posición fetal, estaba Pedro. La cabeza sobre las rodillas, la boca extremadamente abierta, la mandíbula dislocada, los labios roídos, las cuencas de los ojos vacías igual que las del bebé. Con un bate de béisbol que encontró al lado de la puerta, fue apartando los cadáveres de los insectos, los parásitos letales de caras abismantes, humanas, que la miraban con bocas entreabiertas. Llegó al pie del niño y extendió la mano sin saber muy bien si tocarlo o abstenerse. Una lágrima resbaló por su mejilla y sintió una culpa enorme al ver como cada milímetro de la piel de Pedro se había transformado en fibras de madera. Sintió seca la garganta y tosió. Casi al mismo tiempo, el volumen de lo que había sido Pedro se fue inclinando hacia un lado y antes de que pudiera detenerlo, cayó al suelo, golpeó sobre los exoesqueletos inertes y se levantó un polvillo de migajas de ala que flotó unos minutos en el aire. Ver ese polvillo la hizo seguir tosiendo. Se lanzó escaleras abajo, ya sin importarle todos los bichos que se quebraban y se aplastaban contra sus zapatos. Abrió la puerta tosiendo, tosiendo cayó de rodillas y de manos sobre la hierba. Sintió algo duro, delgado y punzante en la boca y bregó hasta que pudo sacárselo. Lo puso en su índice. Lo miró. Era una pata con pequeñas púas. Una pata marrón, una pata de insecto.


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