lunes, 20 de marzo de 2017

"El incendio de la tarde" Por Rogelio Oscar Retuerto

Rogelio Oscar Retuerto (Argentina, 1972) Escritor de literatura fantástica. Ganador del Certamen Nacional de Literatura Erótica 2016 (Argentina). Ha publicado relatos en revista Cruz Diablo, en el sitio El Eclipse de Gyllene Draken, revista digital Letras y Demonios, fanzine The Wax, revista Nictofilia, entre otros. Su novela “Las elegidas”, ganadora del Certamen Nacional de Literatura Erótica 2016, será publicada en marzo de 2017 por Ediciones Culturales Mendoza y presentada en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Su novela gore "La mano en la sombra" será publicada en la segunda mitad de 2017.

También podés bajar y leer el presente relato en PDF desde el siguiente enlace:  https://goo.gl/y4bAiJ


Recuerdo la primera vez que visité Pampa del Infierno. Nunca me había detenido a pensar por qué le habían puesto ese nombre. Supuse que era algo normal, como Pampa de los Guanacos o Pampa de Achala. Lo llamarían “del infierno” por lo desértico, supuse. No le di importancia. Aquella tarde estaba sentado bajo el alero de rancho, en el mismo lugar que solía estar mi abuelo. Pero esta vez él se había ido. A eso de las cuatro de la tarde regresó. Con su llegada comenzó a soplar un viento cálido, muy cálido desde el poniente. Noté que mis abuelos estaban distintos. Cuando comenzó a soplar el viento, ingresaron en un estado de desesperación y nerviosismo. Después se calmaron, se calmaron de una manera inhumana. Sus ojos perdieron el brillo, sus rostros abandonaron toda expresión. Caminaban como autómatas guardando las cosas dentro del rancho. Mi abuelo entró primero, mi abuela lo hizo después. Cuando mi abuela ingresó al rancho, pasó por delante de mí y murmuro, sin mirarme:

–La tarde se está incendiando.

–Sí –le dije yo, contemplando el horizonte que se teñía de sangre–, es hermoso.

Me puse a silbar bajito esa canción de Los Manseros Santiagueños que dice «la tarde se está incendiando, qué maravilla el ocaso, revolotean torcazas sobre los surcos sembrados». Y revoloteaban las torcazas, nomás; torpes, con dificultad, pero revoloteaban. Eso me llamó la atención. Se comportaban como animales de río o de mar, esos que sobrevuelan el agua y se tiran en picada para sacar algún pez. Eran muchos los pájaros que avanzaban desde el poniente y se precipitaban a tierra. Era como si huyeran de algo. Cuando estuvieron más cerca pude notar que no se lanzaban en picada hacia la tierra: caían muertos, como si se petrificaran en pleno vuelo.

Un vaho cálido me envolvió por completo «Qué raro ¿acá viento zonda?» pensé, pero el aire continuó enrareciéndose. Era como si los pájaros, que ya se encontraban a menos de cien metros, trajesen el calor prendido de sus colas. La estampa que después vieron mis ojos no la he podido desprenderla de mis retinas ni aún con el paso del tiempo. Al concentrar toda mi atención en los pájaros había perdido de vista el trasfondo. El horizonte estaba envuelto en lenguas de fuego que se retorcían entre sí y parecían lamer con lascivia las puertas del mismo cielo. De repente, los pájaros se encendieron en el aire como si fuesen cabezas de fósforos en plena combustión. Uno cayó calcinado, como una piedra de alquitrán, muy cerca de mis pies. Levanté la vista y vi todo el monte envuelto en fuego. El calor era insoportable y la pared de fuego avanzaba como si fuese un tsunami del infierno. Cuando sentí que la piel me ardía, salté de la silla y me metí en el rancho. Mis abuelos estaban sentados a la mesa tomando sopa como si nada pasase. Yo estaba con la espalda apoyada en la puerta, con las palmas de la mano adheridas a las tablas de madera. El pecho se me inflaba y se desinflaba como si fuese un sapo del monte. Sentí la tormenta de fuego desatándose sobre el monte que rodeaba al rancho. Agarre la tranca de madera y la coloqué para trabar la puerta. Mi abuelo tragó el sorbo de sopa que tenía en la boca y me hizo una seña con la cabeza, pidiendo que me siente. Mi abuela se limpió la boca con la servilleta y habló:

–Nunca tocan la casa.

–¿Tocan? ¿Quiénes? –les pregunté, pero nadie me respondió.

Aún con mis sentidos alterados me senté a la mesa. No podía dejar de mirar hacia el techo y las paredes, sintiendo el ruido que las trombas de fuego hacían en el exterior. Unas de las ventanas se abrió y una lengua de fuego se introdujo lamiendo el techo y parte de las paredes. Luego se retiró, pero la ventana quedó abierta. Del susto me caí de la silla y me arrastré empujando con los talones hasta quedar parapetado contra la pared opuesta.

–Nunca tocan a la gente –dijo mi abuela y siguió sorbiendo su sopa.

Yo la miré con los ojos grandes como platos, con la respiración agitada y mi boca abierta. Me incorporé y me acerqué, con más terror que sigilo, hasta la ventana abierta. Parecía estar viendo a través de la puerta de vidrio de un microondas: todo en el monte ardía, los arboles estaban rojos por la incandescencia, algunos relucían dorados; los animales brillaban como monedas de oro que dañaban la vista de solo mirarlos. No se veía el fuego, pero todo ardía en un paisaje pintado en matices de rojos y amarillos incandescentes, pero por alguna razón el calor no ingresaba en el rancho. Los abuelos tenían razón: el fuego no tocaba la casa y mucho menos a los que estábamos en su interior.

Cuando la tormenta de fuego cesó, me invadió una profunda somnolencia.  Diez segundos después perdí el conocimiento.

A la mañana siguiente me despertó el ruido de objetos que se apilaban.  Siempre me despertaba con el canto de los pájaros o con el ruido del viento entre los árboles. Pero esa mañana no había pájaros que canten y el viento no tenía árboles a los que acariciar. Me levanté del catre y caminé hasta el patio. Cuando salí del rancho me encontré con un paisaje desolador: todo el monte había quedado reducido a brasas. Todo, hasta donde mis ojos me permitían ver, era un desierto de arenas grises. Mi abuela estaba parada con las manos unidas sobre el delantal. Mi abuelo levantaba ramas carbonizadas cerca del rancho y las apilaba cerca del aljibe. No había sido un sueño: la tormenta de fuego había sido real. Me acerqué a mi abuela.

–¿Qué pasó, mamila? –le pregunté.

–Pasó otra vez, m´hijo –me dijo.

En ese momento me di cuenta de que mi abuela estaba llorando.

–El incendio. Devoró todo el monte –dijo mi abuelo –, pasa todos los años. Después se recupera, porque… ¿ves? –el abuelo se agachó y tomó un puñado de cenizas en la mano. Después la dejó caer en una lluvia fina hasta que se quedó con dos bolitas oscuras en la palma–, estás son las semillas que despierta el diablo. Esta tarde el monte se llena de brotes y antes de que termine el verano ya tenemos el monte otra vez reverdecido.

–No –le dije, riendo de nervios–. No, abuelo. Esto va a tardar años en recuperarse.

Mi abuelo me miró con los ojos envueltos en fuego y siseó entre dientes:

–Te dije que pasa todos los años.

Me invadió un profundo temor. Por eso no le contesté.

–Estas son las semillas que quiere el diablo. Así debe ser cada vez: con fuego –agregó–. El monte que nace cada vez, no es igual al anterior. Así sucederá cada año hasta que el Señor se sienta cómodo con el bosque.

–¿El Señor? –pregunté.

No obtuve respuestas y agradecí al cielo que así fuese. Las posibles respuestas que mi mente tejía sobre mi pregunta me provocaban escalofríos.

Un bulto negro se dibujo en el horizonte. Parecía que avanzaba sobre el desierto gris. El calor que aún emanaba de la tierra distorsionaba la imagen dificultando la visión. Cuando se encontró a unos doscientos o trescientos metros la imagen se hizo más clara. Dejó de ser un bulto, una silueta oscura en el desierto, para pasar a ser un hombre: un hombre carbonizado del que aún se desprendían volutas de humo que llevaba el viento. Me quedé petrificado al lado de mis abuelos. Mi abuela dejó de llorar y de pronto una metamorfosis siniestra dibujó una sonrisa en su rostro.      

–El Señor –dijo mi abuela, con la mirada clavada en el extraño.

Su expresión era la misma que la de un chico observando a Papá Noel en una feria navideña.

El despojo humano llegó hasta donde estábamos y se paró frente a mi abuelo. Tenía todo el cuerpo carbonizado. En algunas partes una veta de tejidos rosados se hacía visible en la profundidad de la carne abierta y carbonizada. En su rostro se distinguían los globos blancos de los ojos y los dientes también blancos que afloraban entre los pedazos de carne chamuscada que rodeaban la cara. De un lado le faltaba toda la mejilla. La encía se había vuelto un gel grasiento de color bordó oscuro y la hilera de dientes quedaba a la vista en el rostro desnudo. Entre las piernas le colgaba un pequeño chorizo que parecía haberse caído sobre el carbón ardiendo. Aquella cosa miró a los ojos a mi abuelo. Mi abuelo le extendió la mano y le entregó las semillas.  El hombre las observó.

–Son buenas. Cada año nacen mejores –le dijo mi abuelo.

El hombre las apretó en su mano y se dio vuelta.

–¡A lo de los Ramírez! –le dijo mi abuelo–. Ahí el monte resiste, pero vaya allí. Estoy seguro que este año las semillas son del bosque nuevo.  Ya no va a encontrar resistencia en este bosque… Señor.

El hombre continuó su avance hacia el horizonte.

–¡Espere!... ¡Señor! –dijo mi abuelo–. Sin tocar las casas ni a la gente ¿No?

El hombre se dio vuelta muy despacio, levantó una mano y dibujó con la palma algunos signos en el aire, como si fuese un sacerdote dando la bendición. Después se dio media vuelta y se marchó. Mi abuelo se acercó a mi abuela y la abrazó. Mi abuela comenzó a llorar, pero no estaba triste, el suyo era un llanto de alegría.

–Nos dieron otro año, vieja –le dijo mi abuelo, sollozando–. El Señor nos concedió un año más.


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jueves, 16 de marzo de 2017

"Mujer Loca" Por Lorena Morena

Escritora nacida en el barrio porteño de Mataderos en 1975. Vivió gran parte de su vida en Floresta. Además de escritora es periodista, traductora, intérprete y profesora de inglés. El presente relato es inédito y forma parte de la novela “Estamos enfermas” aún no publicada. Actualmente se encuentra trabajando en el libro de cuentos “Malicia”. De este último trabajo se extrajo el cuento “Fundido en negro” para su versión cinematográfica (cortometraje)




¿Hasta cuándo me tendrás olvidado, Señor? 
¿Eternamente? 
¿Hasta cuándo mi alma estará acongojada 
y habrá pesar en mi corazón, día tras día? 
¿Hasta cuándo mi enemigo prevalecerá sobre mí? 
                                                    (SALMO 13)

Cuando se cierran las puertas de un neurosiquiátrico a tus espaldas (calculo que en cualquier institución será lo mismo, esta historia se refiere a la institución en donde estuve yo: Dhalma) todo lo que uno conoce, lo que le es familiar, lo que le reconforta, queda del otro lado. Todo lo nuevo y atemorizante por conocer queda de éste. El terror queda adelante y es terrorífico de verdad. Es un eterno letargo que va de la realidad a la fantasía, del arrepentimiento a la desesperación, de la bronca a la indefensión, pero uno eso lo sabrá  luego. Ahora solo sabe que está paralizado de espanto.
A partir del ruido metálico de los candados, ya no somos parte de la sociedad, ya no somos parte de nuestras familias, de las decisiones sobre nuestros hijos, ya no manejamos nuestro dinero; no tenemos injerencia sobre nosotros mismos, sobre nuestros cuerpos, mucho menos sobre nuestras mentes. La delgada línea de la razón y la locura queda en manos de otros. Sentimos culpa del daño que le causamos a los que nos aman, pero por sobre todo sentimos miedo, miedo del feo, terror, pánico.
Y las cosas que suceden, suceden de verdad. No son invención de tu cabeza llena de medicamentos y pichicatas para mantenerte tranquila, sin molestar ¿O sí? Quién lo sabe…


Paranormal

“Bienvenido a mi morada. Entre libremente, por su propia voluntad y deje parte de la felicidad que trae”
Drácula, 1992

Reagan

El demonio en carne en hueso



Maldíganla los que maldicen el día, los que están listos para despertar a Leviatán.
(Job:3:8)


Reagan no se llama en verdad Reagan, pero su historia en Dhalma –por suerte para la poca salud mental de las que allí habitábamos– fue breve y fugaz. Fue breve, fugaz, intensa, pero especialmente atemorizante.
Muchas de nosotras no creímos en el parte médico que le dieron a pocas horas de su llegada, después de ver lo que vimos y oír lo oímos. Yo particularmente no se qué creer. Solo sé que en ese lugar tuve miedo. Diferentes tipos de miedos. En este caso: miedo fantasmal.
El edificio tenía una energía muy densa y oscura. Las visitas me contaban que cuando se iban se sentían agotadas, con dolor de cabeza, más allá de los episodios que sin querer les tocaban ver de vez en cuando, de compañeras internas desbordadas o con brotes sicóticos o ataques de pánico, o con pacientes recién ingresadas en muy mal estado. De todos modos, por más que todo siguiera su curso normal, no salían bien de allí. Nosotras ya estábamos acostumbradas, pero no tanto. No a lo que fue sucediendo con el tiempo, con el paso de los días luego de que ciertas compañeras se sumaran al grupo.
El problema no era Reagan. Ella fue el punto más alto y álgido de estas historias paranormales que vivimos.
Yo soy por naturaleza incrédula, pero no tonta. No creo en historias contadas y relatadas como en fogón de campamento, pero sí creo lo que veo y sé que no tengo la mente perturbada. Sé que no estoy loca y sé que lo que veo y oigo es real. No es mi imaginación,  ni es efecto de ninguna medicación.
Luego de la llegada de Karen y Nancy al hospital, las cosas no fueron iguales, pero el arribo de Reagan marcó una bisagra,
Una mañana como cualquiera otra, me levanté bien temprano, seis de la mañana. Me puse a dibujar y a charlar con mi compañera Vanesa. Cuando me escuchaba pasar temprano para el comedor, se levantaba para tomar unos mates conmigo y fumar unos puchos adentro antes de que comiencen a mandarnos al patio.
Estábamos las dos muy tranquilas, yo dibujando y fumando y ella cebándome unos mates, medio dormidas, medio despiertas. Fue en ese momento cuando se acercó una chica de unos ojos celestes hermosos. Se notaba que era una piba de plata y parecía que la habían sacado de una fiesta electrónica y la habían traído directamente para acá. Llevaba unos shorts de lentejuelas doradas, un top y una camisa transparente de seda blanca con un bolsillo de piedras plateadas. Por debajo de su short, se le podía ver una bikini que aún llevaba enganchada la alarma que le ponen en los negocios. ¿De dónde había robado una bikini esa chica a esa hora? Se acercó a la mesa y con un ánimo súper festivo, simpática por demás, como todavía bajo el efecto de alguna droga sintética, me pidió un cigarrillo. Le di uno y le pregunté sin preludios:
–¿Y vos qué tomaste que estas acá? ¿Qué  “te dieron”? ¿Pasti? ¿Te pegó mal un ácido? ¿Te comiste un mal viaje? Porque a vos te sacaron de una fiesta, no me jodas…. ¿Y de dónde sacaste la bikini? ¿Dónde era la fiesta?
Vane se mataba de risa, siempre rasposa y fuerte, siempre alegre y contagiosa, pero nunca nuestra intención (o la mía, al menos) era ponerla incómoda. Todo se lo decíamos de buen humor, para iniciar una charla y conocer más en detalle y además porque se notaba que la piba estaba más loca que una cabra.
Reagan decidió no contarnos nada y se lo respetamos. Cometió un solo error que desencadenó en varios. Y terminó todo en una seguidilla de sucesos cada vez más violentos.
En agradecimiento al cigarrillo que le había convidado, decidió agarrar una de mis fibras y escribir en el dibujo que yo estaba haciendo. Puso: “Gracias” y lo firmó con su verdadero nombre dentro de un corazón. Había arruinado lo que yo venía haciendo hace tiempo.
Dentro de la institución podías hacer pocas cosas: dormir cuando te dejaban, bañarte cuando te dejaban,  fumar, tomar mate y pintar. Para estas tres últimas cosas no había que pedir permiso.
Yo estaba pintando muchos libros para que me compraba en mis salidas o me regalaba mi familia sobre tatuajes, postales y paisajes. Me arruinó el dibujo y me enojé bastante. Ya llevaba el record de sanciones entre las internas y no tenía miedo a una más. ¿Qué  más me podía pasar que otra pichicata y dormir el día entero una vez más?
–¿Qué haces, loca? ¿Quién te dijo que me podías escribir mi dibujo? ¿Qué carajo te pasa? –le dije.
–Es que yo estoy entre el tercer ojo de Orión –me contestó la piba.
–Bueno, mira a mí me importa tres pitos Orión, Riquelme, Tévez y todos los jugadores de Boca. Mis cosas no las tocás ¿ok?
Se fue sin decir una palabra. Unos minutos después, vimos cómo le robó los cigarrillos a Roxana, una compañera a la que nosotras cuidábamos bastante porque no estaba muy bien y a la que ninguna de nosotras permitiríamos que nadie le haga daño.
Vi que salió corriendo y entró a mi habitación. Sacó mi cartera de maquillajes. Fui y se la arrebaté. Ahí cambió su carácter y su mirada. Ya no era la chica de los ojos más lindos que conocí.
Comenzó a agredirse, a agredir a las enfermeras, a correr  por los pasillos gritando que nos iba a matar a todas porque la odiábamos por ser lesbiana. En una de esas corridas llegó a agarrar el secador de piso y nos quiso pegar. Revoleó una botella de agua mineral contra el plasma del living.  Era otra persona. Comenzó a parecer una persona poseída.
Las enfermeras y los médicos de turno la ataron en una cama destinada a la inmovilización de internas que sufrieran ataques y le dieron un sedante intravenoso. Nada la calmaba. La ataron de pies y manos, con abrojos y candados. Sus gritos y maldiciones se escucharon durante toda la tarde.
Por momentos, su voz era otra. Era más gruesa. Gritaba como si fuera realmente a soltarse y matarnos a todos y luego como si fuera una niña rogando perdón, diciendo que necesitaba agua, que no estaba loca, pidiendo ayuda.
Estuvo así, sin descansar a pesar de las inyecciones que le daban cada una hora. Siguió así hasta el momento de la cena, en donde se intensificaron las maldiciones y los gritos.
Todas estábamos muy asustadas y muy perturbadas por la situación. Nosotras sabíamos dónde estábamos. Podían tacharnos de locas, pero no éramos tontas. Sabíamos que en este lugar podíamos tener compañeras con casos más severos que otros, pero este nos superó, nos puso muy expuestas y algunas de nosotras éramos muy impresionables.
Creo que cualquiera que viviese esa situación sentiría temor, impotencia y compasión, porque esta mujer que maldecía con voz de hombre y lloraba con voz de niña no dejaba de ser un humano extremadamente perturbado.
Nos fuimos a dormir todas, expectantes de cómo sería la noche. Reagan, como ya habíamos bautizado a nuestra compañera a la cual muchas ni habían llegado a ver, seguía gritando y maldiciendo en periodos alternados por lapsos de sosiego.
Las compañeras de habitación de la nueva paciente tuvieron que buscar otro cuarto en donde dormir esa noche. Alicia durmió en nuestra habitación junto a Natalia. Juliana no recuerdo dónde durmió, pero tampoco se quedó en su cuarto.
A las tres de las mañana, hora en la cual dicen que los espíritus se despiertan, escuchamos el grito. Más que grito fue un alarido. Atravesó el pasillo del hospital y entró sin permiso en cada una de las habitaciones despertando a cada una de las internas. Algunas con sueño más pesado tuvieron la suerte de no escucharlo, pero el noventa por ciento de nosotras se levantó de un salto en la cama, con el corazón que se nos salía por la boca, asustadas y sin saber muy bien qué hacer.
–Yo voy a ir a ver qué está pasando –le dije a Natalia, que estaba sentada en su cama con cara de terror. Antes tenía que pasar por el baño.
No sé cómo era la acústica del lugar, pero mi habitación era la última del lado derecho y Reagan estaba encerrada en la primer habitación del lado izquierdo. Sin embargo, desde mi baño se escuchaba como si estuviera al lado mío. Se escuchaba cómo movía la cama arrastrándola con la fuerza de su cuerpo. Ella no era una chica menuda, sino más bien alta y de contextura grande, pero las camas de la primera habitación eran de hierro y tenían refuerzos. Estaban hechas así para poder atar a las pacientes que necesitan ser controladas durante un ataque. También se podía escuchar con nitidez el tintineo de los candados golpeando contra el hierro del la cama.
Salí del baño y avancé por el pasillo en dirección a la habitación desde la cual provenían los ruidos. Cuando pasé frente a mi cuarto se sumó Natalia. Al pasar frente al resto de los cuartos, Natalia llamó a algunas chicas para que nos acompañen, pero la mayoría se excusó, con miedo, diciendo que preferían no salir. Varias chicas estaban rezando, otras dormían. Juliana fue la única que decidió acompañarnos. La hermana de una chica que había ingresado ese día, se había quedado para hacerle compañía y dormía en el sillón del living, justo al lado del cuarto en el que estaba Reagan. Cuando pasamos por el living, estaba sentada tapada con una frazada. Se levantó y decidió acompañarnos.

La peor de las enfermeras que me tocó en mi estadía estaba de guardia.
–¿Qué pasa chicas? La compañera está atada, no está caminando por los pasillos, así que vuelvan a sus cuartos.
Le respondí de manera nada amable:
–Menos mal que está atada, me dejás mucho más tranquila ¿Pero vos pensás que podemos dormir con esos gritos? ¿Además, le dieron agua? ¿La están atendiendo? Porque nunca vimos que le dieran nada y honestamente no podemos dormir con una persona que esta gritando así. No estamos acostumbradas a estas cosas.
–Estás en un neurosiquiátrico, Morena.
–Eso ya lo sé, me di cuenta, pero hay casos y casos y no creo que este sea un caso para que esté en este piso.
–Bueno ¿Quieren que les llame un médico?
–¡Para nosotras no! –se apresuró a decir Natalia–. Llamá a un médico que venga a verla a ella.

Avanzamos lentamente hasta llegar a la puerta donde estaba Reagan, ya que Juliana quería sacar unos caramelos de su mesa de luz. Me asomé a la puerta y vi algo que nunca había visto antes. Reagan tenía las manos y los pies encadenados a la cama, abiertos como la película El Exorcista y una faja también con candados sobre su vientre para que no pueda encorvarse y lastimar su columna. Se dio vuelta hacia mí, giró su cabeza llevando su mentón detrás de su hombro, movimiento que humanamente es imposible y con una voz de ultratumba me dijo:
–¡¿Qué  mirás?!
Juliana agarró sus caramelos, yo salí corriendo al comedor y Natalia corrió tras de mí. Al segundo comenzó a hiperventilar y le sobrevino un ataque de pánico. Tuvo que venir un médico de guardia y darle una medicación. En verdad la había afectado mucho lo que vio.
No podíamos creer lo que estaba pasando. Desde las habitaciones gritaban “llamen a un cura”, “llamen a un pastor”. Todas las creencias juntas estaban pidiendo ayuda para una mujer que estaba sufriendo algo que realmente no se lo deseo a nadie. Ni a mi peor enemigo.
Luego de que el terror pasó y que Reagan calmó sus gritos, comenzaron los sollozos.
–Por favor ayúdenme –se escuchaba entre sollozos desde fuera de la habitación–, me estoy muriendo, tengo sed, yo no estoy loca, me están matando. Esta no soy yo.
Las lamentaciones de Reagan parecían más sobrenaturales que los gritos diabólicos que las antecedieron. Aquella voz no era la de la chica joven y dulce que habíamos conocido esa mañana.
En un momento pensamos en lo inhumano que era todo eso. ¿Por qué  no le ponían un suero y la mantenían hidratada? ¿Por qué no le daban sus calmantes? Ella no tomaba agua, no sabíamos si estaba orinada, no había comido nada en todo el día. Si alguna vez me tocara estar en el lugar de Reagan, desearía que alguien piense que todavía soy un ser humano y se compadezca de mí. Como yo, mis compañeras pensaron lo mismo.
A la mañana siguiente, recién pudimos dormir cerca de las seis de la mañana. Dormimos apenas una hora. Salimos al patio a fumar y allí estaba ella, la misma que parecía estar poseída la noche anterior. Como si nada, me pidió un cigarrillo. No recordaba nada de lo que había sucedido. Tenía su pase a otra clínica y hablaba como cualquier chica que hubiera pasado la noche descansando como de costumbre, mientras nosotras la mirábamos azoradas con una mezcla de incertidumbre, temor e intriga sobre todo lo que había pasado.

Me contaron que Reagan ingresó a otra clínica y que, apenas llegó, se acercó al bebedero, tomó un vaso de plástico, lo llenó de agua y bautizó  a cada una de sus compañeras que estaban fumando en el patio. Delirio místico fue su diagnóstico.

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