lunes, 12 de junio de 2017

"El vástago" Por Fabiana Duarte

(Buenos Aires, 1970) Ha publicado para la Editorial Pelos de Punta, Antología de cuentos de terror, tomo 11 Lista Negra (2016), y en la revista de literatura digital El Narratorio (2016/2017). En el blog de literatura fantástica Conurbano Profundo (2016) en la revista de literatura Kundra (2017),en el blog literario Inventiva Social (2017) .Obtuvo una mención especial en el Concurso de Narrativa La Pluma Azul de la Municipalidad de Malvinas Argentinas (2015), segundo premio en el Concurso Literario Barracas Al Sud de la municipalidad de Avellaneda (2016) y Mención de honor en el Certamen Internacional de Narrativa de Mis Escritos (2016), La UNLP en la catedra de Lenguaje Visual 3, eligieron en 2016 “El Walichú”, cuento de su autoría para el proyecto Libros Solidarios, destinados a Instituciones Educativas. Forma parte del proyecto Bajo Consumo, Colectivo fotográfico. Escritores y fotógrafos del conurbano para la creación de un libro digital dónde se combinan relatos e imágenes bajo el ala de UNGS. Realizó talleres de narrativa con Jorge Consiglio, Christian Kupchik, y Daniel De Leo. Actualmente trabaja en su primera novela y en un libro de cuentos.

Aquella noche, ella sobrevivía a una lucidez que le resultaba tortuosa. La arrastraron hasta allí unos hombres que conoció en la esquina donde conseguía la muerte fraccionada a cambio de felaciones estériles.
         Ella, de ojos virtuosos y vacíos como fundamento del bien, de una belleza descomunal, tierna, estaba sumida en un cúmulo de sensaciones enrarecidas. En la disco, la música tronaba intransigente. La semi oscuridad acompañaba el zarandeo frenético de los cuerpos. Se respiraba el anónimo reflujo de emanaciones sintéticas.
         Se supo que ella se llamaba María. Que su novio la había engañado con su mejor amiga porque ella se negaba a entregarle su virtud. Que pasó semanas intoxicada, en la cama de una pensión en Balvanera.Se supo también que una madrugada, mientras derretía ácido para inyectarse, una aparición hizo flaquear su juicio quebrado. Un ente de rasgos afilados, de cuerpo esquelético se quejaba frente a ella. Una herida pútrida en la ingle lo hacía hincarse. 
–El Altísimo te cubrirá con su sombra dentro de dos lunas, eres la cierva elegida, la bendecida –dijo.
El ente tosió, interminable, esputó. Un vestigio sanguinolento se desbocó en el piso mugriento.  Ella blanqueó los ojos y se hundió en el limbo infinito de la alucinación.
         Cuentan que esa noche en el local bailable, entre la gente, El Príncipe la olfateó. Se le acercó. La tomó de la cintura. Ella levantó la vista y apoyo las palmas de sus manos en el pecho del heredero. Él tenía una estampa imponente, vigorosa. La mirada sagaz, hizo que ella cediera la voluntad de su cuerpo. Él la tomó de la nuca y la besó. La embriagó con efluvios ancestrales. Su lengua inquieta y soberbia la dominó al instante. Ella experimentó una energía autoritaria que la recorrió por cada una de sus células. La urgencia, el deseo, se apoderó de ella como un espíritu maligno. No necesitó más. Mientras el tumulto se movía al ritmo de la música electrónica. Él le levantó la falda y desintegró en su mano la ropa interior que llevaba puesta. Ella gimió, suplicante. Él la dio vuelta, la sujetó firme del cabello, como a una yegua desbocada.
         De una estocada, desgarró lo único que infundía una sosegada luz de esperanza en su miserable vida. La pureza fue injuriada por la espada del inmortal. Rebalsó el grial con el semen dorado, venerado por millones. “Está hecho”, sentenció.
         Cuando María recobró el sentido, él había desaparecido. Un zumbido en medio del bullicio,  la aturdía.  Su cuerpo comenzó a experimentar cambios. El ADN real se expandía por sus venas a una velocidad galopante. Su mente se despejó de la nebulosa tóxica que la envolvía. Una paz desconocida la acunó. Salió a la calle en la oscura noche, la estaban esperando.
         Durmió durante semanas. Solo la palidez de los sonidos le daban forma a su universo. Cada vez que abría los ojos revivía el beso perturbador que infundió en el olvido, los años ya vividos. Era alimentada, cuidada, vigilada. Aunque al principio se sintió mesurada y bella, intuía una ansiedad cautelosa. Su cuerpo se iba transformando en un capullo. En sus pechos brotaron venas gruesas como ramas, por donde corría como en un rio torrentoso la savia de la vida. Lograba dar algunos paseos escoltada por guardias reales, pero se sentía cada vez más débil. A medida que su vientre se abultaba, ella perdía fuerzas, se marchitaba. La piel se le iba secando, oscureciéndose como una uva pasa. Su cabello perdía brillo y vigorosidad. En la semana veintisiete sintió que se desgraciaba en el lecho. Dolores agudos y punzantes le desgarraban la carne. Levantó su camisa y pudo ver cómo el vástago empujaba las paredes de su estómago. La forma uniforme de unos pies pujaban, tomando impulso hacia el canal. La habitación se oscureció y, a su alrededor, un coro de bellos mancebos desnudos arengaban. El grito que María emitió desgarró las sombras y lo hizo aparecer.
         En una esquina oscura, en lo alto, casi en el techo, El Príncipe agazapado, soberbio, vigilaba. “La hora ha llegado”, el alarido gutural pareció salir de su garganta. Sus ojos rojos se encendieron en la oscuridad.
         No había nadie allí asistiéndola, sin embargo María, podía sentir que manos expertas se introducían en su cuerpo, provocando, guiando, la salida del primogénito. En un esfuerzo sobrehumano el capullo vomitó una criatura pequeña. Humeante, neófito, movía manos y piernas sobre la cama empapada de sangre. María, con las venas de la cara reventadas,  se incorporó. Miró hacia arriba. En el rincón oscuro, cerca del techo, los ojos rojos seguían cada movimiento. María tomó al niño, insegura. Limpió el pequeño cuerpo con las sábanas, lo envolvió en ellas. El niño temblaba, emitía una secuencia de sonidos tenues, monocordes. Ella revisó sus manos, sus pies. Le abrió la boca. El instinto más primitivo apareció e intentó succionar el dedo que lo exploraba. Exhausta, lo tomó por debajo de las axilas. La criatura pataleó en el aire. En ese instante supremo, María comprobó que era un varón perfecto. Algo le llamó la atención, era robusto y en su cabeza, algo se movía. La mollera abierta latía. La delgada piel rosada, pasmosa, se agitaba al ritmo ligero del pequeño corazón, pero se vislumbraba una marca.María abrió los ojos, advirtió con horror que en la piel del niño aparecía y desaparecía el número del innombrable. El gritó inconsolable y sobrenatural de María dilaceró su existencia. Una centella de fuego le fue sentenciada desde lo alto. Mientras sus cabellos se volvían blancos al instante y sus pupilas se extinguían, ella pudo ver, aterrada, como El Príncipe reptaba por las paredes, acercándose.

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